Urgencias


Todos, más tarde o más temprano, tenemos que pasar por el servicio de urgencias de un hospital o de un centro de salud, ya sea como pacientes o como acompañantes, aunque no siempre fue así. Cuando yo era pequeño escaseaban los medios de transporte y las líneas telefónicas, así que si alguien padecía un dolor insoportable, fiebre muy alta, perdía el conocimiento o sufría un accidente doméstico sólo existían dos opciones: que alguien de la familia o un vecino se acercara a la casa del médico para darle el parte y para que, en cuanto pudiera, se pasara por el domicilio del afectado (a veces estaba en otra casa atendiendo otra emergencia), o pedir un taxi o ayuda a algún conocido con coche, furgoneta o camioneta para trasladar a la persona enferma a la Casa de Socorro.

No recuerdo haber vivido ninguno de estos episodios, pero mi madre me contó que en alguna ocasión tuvo que venir el médico a verme y que también me tuvieron que llevar a la Casa de Socorro. La primera vez que recuerdo ir a urgencias fue a finales de los 70, cuando rodé ladera abajo por la montaña que separa los barrancos de La Leña y Tahodio, en Santa Cruz de Tenerife. De todo lo que me podía haber pasado, aparte de múltiples arañazos, tan solo sufrí la rotura de un trozo de piel y carne en la pierna que me dejaba a la vista el hueso. Me desinfectaron la herida, me la vendaron y me mandaron a casa, sin ponerme puntos ni nada, por lo que costó bastante tiempo que cicatrizara.

Mi segunda experiencia en urgencias sucedió tras un partido de baloncesto bastante duro a principios de los 80. Me dolía mucho el costado y al respirar, por lo que pensé que me había roto una costilla y además tenía un esguince de tobillo. Fui andando a urgencias, que estaba a un par de kilómetros de distancia cuesta arriba, con un compañero del equipo y una vez allí me hicieron radiografías del tórax y del tobillo, que revelaron que el dolor del costado se debía a una fuerte contusión, pero que el esguince de tobillo merecía una escayola, con la que volví andando con muletas hasta donde residía en aquellos momentos.

La tercera vez fue durante un viaje por Cantabria, cuando buscaba algo en el maletero del coche y al retirarme hacia atrás mi cabeza se golpeó contra el filo de la puerta trasera, lo que me provocó una brecha en la parte alta del cráneo que sangraba bastante. Presioné fuerte la herida con un pañuelo y nos desplazamos al pueblo más próximo donde había servicio de urgencias. Allí me dieron una docena de puntos de sutura sin anestesia local, porque no les quedaba.

La siguiente vez que me dieron puntos de sutura fue por un corte en la mano a finales de los 90, que se produjo mientras fregaba un vaso por dentro y que se rompió mientras trataba de limpiar su fondo. Fui a Urgencias del Centro de Salud de Los Gladiolos y no les gustó la herida, por lo que me dijeron que fuera al Hospital de La Candelaria, porque según aquellos galenos allí podrían coserme la mano con un bisturí electrónico del que ellos carecían. Cuando llegué me encontré con un panorama desolador: decenas de personas por los pasillos en camillas rodeadas de familiares, que formaban un coro desafinado de lamentos y conversaciones de ánimo o intrascendentes, en busca de escapar verbal y mentalmente de aquel entorno. Viendo aquel escenario, lo mío me pareció secundario. Cuando después de una hora me atendió un médico, se descojonó cuando le dije lo del bisturí electrónico, pero me dijo que había que coser lo antes posible la herida, para evitar complicaciones posteriores. Al cabo de un rato, vino con un taburete con ruedas y el instrumental, porque me dijo que estaban escasos de enfermeras y auxiliares. Me roció la mano con un aerosol que dijo que era desinfectante y anestesiante y me plantó una decena de puntos de sutura con tanto arte que hoy me cuesta encontrar el lugar donde se produjo la herida.

Ese día también conocí de primera mano los resultados de la violencia machista. Mientras esperaba sentado a que me atendieran, frente a mí se encontraba una camilla sobre la que reposaba una mujer de campo que podría tener entre 70 y 80 años, con morados y heridas en la cara y otras partes del cuerpo. Estaba acompañada por un nutrido grupo de familiares, hasta que llegó un médico y ordenó salir a todos menos a dos de las hijas. Venía de recibir los resultados de las pruebas que había encargado para hacer un diagnóstico. Las explicó que no había ningún hueso roto, pero sí muchas contusiones y heridas que no podían haberse producido a causa de una caída como ella había dicho, sino que eran el resultado de golpes producidos por agresión y que su obligación era denunciar de oficio el suceso. Ella le pidió por favor que no lo hiciera y que si lo hacía iba a mantener ante la policía que sus lesiones habían sido fruto de una mala caída. El médico dijo que no lo iba a poner en el informe pero que le contara la verdad. Ella le respondió con un escueto “Sí” y el médico la preguntó: “¿Fue su marido?. Ella simplemente asintió con la cabeza ante la mirada resignada de sus hijas, a las que el médico advirtió para que transmitieran el mensaje al agresor: “Si hay una próxima vez, y estoy yo de turno, habrá denuncia”.

La siguiente ocasión en la que fui a Urgencias de La Candelaria fue con problemas gastrointestinales persistentes que acabaron por revelarse como una salmonelosis. Estuve dos días con sus noches en una camilla por pasillos y estancias varias alimentado con sueros y alguna manzanilla, rodeado del mismo coro de lamentos y conversaciones de la vez anterior, hasta que un médico me preguntó si me habían analizado las heces. No sabía lo que echaba por abajo, pero conseguí meterlo en un bote y se lo dí a una enfermera. Después de un tiempo volvió el médico, que me dijo que tardaría tres días en tener los resultados, por lo que me iba a tratar con un antibiótico que acabaría con lo que tuviera, fuera lo que fuera. Me lo inyectaron por la vía por la que recibía el suero y por primera y, hasta ahora, única vez sentí arder por dentro a todas mis venas y arterias. Pocas horas después estaba fuera con unos cuantos kilos de menos.

La última vez que fui a urgencias como paciente fue hace pocos años, cuando me torcí el tobillo al salir de casa antes de subir al coche para ir al trabajo. Me llevaron al Hospital Universitario de Canarias (HUC) y entré a primera hora de la mañana. Me exploraron y me enviaron a Radiología para hacerme las pertinentes radiografías. Poco después tenía un diagnóstico: rotura del maléolo del peroné que solo se podía arreglar mediante una operación quirúrgica. Me pidieron disculpas porque los quirófanos de traumatología estaban ocupados con casos más urgentes que el mío y que en cuanto quedara uno disponible y estuviera preparado me operarían. Un par de horas después me intervinieron con anestesia epidural y a media tarde estaba de regreso a casa con una placa y una decena de tornillos de titanio y una voluminosa escayola en la pierna afectada.

También he tenido que ir a urgencias varias veces como acompañante. Recuerdo una vez que estábamos de viaje por Cataluña y mi hija de casi dos años tropezó, se cayó y se dio un fuerte golpe en la cabeza. Fuimos al centro sanitario más cercano y allí nos encontramos un panorama descorazonador: decenas de personas en la sala de espera que interpretaban un concierto de lamentos y quejidos, entre los que comenzó a destacar la aguda voz solista del llanto de mi hija. Al cabo de unos minutos sin aparecer nadie salió muy enfadada una enfermera para decirnos que calmáramos a la niña porque el llanto la taladraba el cerebro. La dije que se había dado un golpe en la cabeza y que, según los protocolos pediátricos, había que impedir precisamente que se durmiera por si tuviera una lesión cerebral que la hiciera entrar en coma. Aún así insistió en que tenía que dejar de llorar y la espeté que era muy pequeña y que si lloraba era porque la dolía y no iba a dejar que se durmiera, y que lo que tenían que hacer era atender a la gente. Se volvió rabiosa por donde había venido, pero al cabo de unos pocos minutos más nos llamaron, antes que todos los que permanecían en la sala esperando, y la vio un pediatra, que confirmó que el golpe no había sido grave, nos hizo algunas recomendaciones de vigilancia, nos recetó algo y regresamos a nuestro viaje con el susto en el cuerpo, pero sin consecuencias.

Hace pocos días volví a urgencias como acompañante, en esta última ocasión al HUC. La persona a la que acompañaba tenía un dolor entre pecho y espalda tan intenso que la impedía moverse. Eran las diez de la mañana y, después de que se la llevaran en camilla, esperé pacientemente fuera con el resto de la familia a que nos llamaran o informaran. Durante horas vi a acompañantes de otras personas ingresadas salir cabreadas del punto de información por no recibir explicaciones sobre la evolución de sus familiares. Incluso a una persona la llamaron para decirle que se habían olvidado de darle los objetos personales del familiar que había ido a recoger tras el alta médica y que pasara de nuevo a retirarlos, pero luego tuvo que esperar casi dos horas a que los encontraran, porque no sabían donde los habían depositado. A media tarde nos llamaron para comunicarnos que no habían visto nada en las pruebas que la habían realizado hasta entonces y preguntarnos sobre las patologías previas y las circunstancias en las que se le produjo el intenso dolor inmovilizante, tras lo cual nos dijeron que la iban a hacer una nueva analítica. A las diez de la noche, doce horas después del ingreso, la dieron el alta sin haberla dado de comer ni beber. Tan sólo la habían administrado una bolsa pequeña de suero con un analgésico al poco de entrar. Cuando la vi, seguía con una vía en el brazo que le quitaron en la puerta de salida cuando se dieron cuenta que todavía la llevaba encima y la única diferencia que noté respecto a cuando la dejé fue que se encontraba sentada en una silla de ruedas medio encorvada, en vez de sobre una camilla, desde la que me decía: “Me sigue doliendo, sácame de aquí, llévame a casa, tengo mucha sed y mucha hambre”. El informe que me entregaron no iba firmado por ningún médico, contenía errores, no había diagnóstico y sólo derivaba el caso a dos especialistas para su evaluación.

Me fui horrorizado por lo que había vivido en la piel de otras personas, por lo que no me resultó extraño lo que ocurrió días después, cuando se produjo el cese del coordinador de Urgencias de dicho hospital. Pero lo que no me cuadra es todo lo que ha sucedido con posterioridad: la dimisión en bloque de los jefes adjuntos del servicio, la manifestación de protesta de un grupo de compañeros sanitarios por el cese, las declaraciones de los responsables de la polémica decisión afirmando que “el servicio cuenta con excelentes profesionales y presta un servicio de calidad”, las palabras del presidente de la Sociedad Española de Medicina de Urgencias y Emergencias calificando el cese como “una vendetta personal”, la petición de esta organización médica que agrupa a 77.000 profesionales de que sea destituida la gerente del HUC o la denuncia de Comisiones Obreras de que hay siete médicos de urgencias de baja y que el servicio en este hospital se realiza con un médico menos por turno, entre otras noticias desalentadoras.

A lo largo de mi vida he estado en servicios de urgencias magníficos y pésimos, con buenos, regulares y malos profesionales en cuanto al trato dispensado y la puesta en valor de sus conocimientos, todo ello en diferentes épocas y tanto en el ámbito de la sanidad pública como de la privada, donde también he sufrido malas experiencias e incompetencias. En base a ese bagaje, creo que cualquier sistema de salud no puede ser eficaz cuando no diagnostica en poco tiempo y de manera acertada los problemas de los pacientes. No puede ser que te deriven a un especialista y te digan que llames al 012 al cabo de diez días, para saber la fecha y hora de la consulta, que puede ser para dentro de unos meses, en el mejor de los casos, o para el año que viene.

Empieza a ser urgente reorganizar la sanidad pública tras la crisis de la COVID-19, pero entre todos: administraciones públicas, profesionales sanitarios y usuarios, haciendo concesiones y sin que nadie se sitúe por encima de nadie. Porque aunque se tengan muchos conocimientos y recursos presupuestarios, ninguno está en posesión de la verdad absoluta para establecer un diagnóstico preciso que ayude a superar el estado crítico de la sanidad actual.

El falaz discurso generalizado que asegura que tenemos la mejor sanidad del mundo y los mejores profesionales no ayuda a solucionar los problemas, mientras éstos se agravan. Genera autocomplacencia y mata el espíritu crítico y el afán de superación que deben vertebrar cualquier actividad relacionada con la ciencia. Como sucede en los deportes, a veces quienes se creen los mejores jugadores no siempre hacen el mejor equipo y fracasan al no alcanzar los objetivos que se han propuesto. A día de hoy, el partido contra el coronavirus lo estamos perdiendo por goleada, aunque los investigadores están convencidos de que se puede remontar.

Un poco menos de arrogancia y prepotencia, un poco más de humildad y responsabilidad, reconocer los errores propios, planificar mejor y recuperar la vocación de servicio público pueden ser un buen punto de partida, siempre que luego no haya que esperar meses o años para pedir la siguiente cita con la cruda realidad.

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