Guayota: Espíritu maligno
La mitología guanche atribuye al espíritu maligno Guayota la capacidad de avivar el fuego del Echeyde o infierno hasta llegar a fundir la roca, que se licuaría a causa del calor y correría montaña abajo en forma de ríos de lava, más lentos que rápidos en Canarias, pero que abrasarían igualmente todo cuanto encontraran a su paso.
Al contrario que los antiguos habitantes de estas islas, la figura de Guayota no me ha inspirado temor, sino más bien simpatía, quizá porque la asocié hace bastantes años a la escultura de diablillo que creo César Manrique como emblema del Parque Nacional de Timanfaya en Lanzarote.
También he tenido la suerte de no ser receptivo a determinados fenómenos sensoriales o emocionales, que sí perciben otras personas y que entran dentro de situaciones calificadas como paranormales o espirituales. Se trata de experiencias que no he podido observar, sufrir o disfrutar, pero cuando me las transmiten personas que aprecio, me merecen el mayor de los respetos, aunque no encuentre una explicación ni lógica, ni absurda, ni fantástica, ni estadística, ni afectiva, ni psíquica, ni mística.
Es tan poco lo que creemos saber sobre nosotros, el mundo, el universo, la materia y la energía oscuras, que la probabilidad de que lleguemos a conocer esta realidad a través del conocimiento es tan remota como aquellos que intentan encontrarle sentido a través de la fe o del consumo de sustancias estupefacientes, aunque si tengo que elegir, prefiero apostar por el conocimiento frente a los otras dos propuestas.
Sin embargo, durante las últimas semanas he tenido sendos encuentros, en fechas diferentes, con personas aparentemente normales, que me trasmitieron una gran capacidad para el odio y hasta llegué a sentir desde la cercanía en qué consiste la esencia de la maldad desatada, algo que tampoco me resultaba ajeno, aunque sí distante, ya que los informativos de televisión están plagados de noticias en las que la maldad, ya sea absoluta o relativa, se cobra víctimas inocentes, tanto individuales como colectivas, a través de la violencia más cruel.
Fueron dos rostros que desde el primer momento venían trazados con surcos de hostilidad y que poco a poco fueron verbalizando el descontento y las frustraciones acumuladas, dos cuerpos que buscaban una válvula de escape para estallar, aunque la presencia de público testigo parece que atenuó el impacto de su agresividad. Daba igual hablar o callar, ser amable o serio, existir frente a ambos era la escusa que necesitaban para proyectar su ira.
Sus respectivas agresiones no llegaron a ser físicas, sino inmateriales. Sentí algo así como una onda de energía, similar a la que recrean algunos efectos especiales que se ven en películas de acción o ciencia ficción, que impactaba contra mi cuerpo o el campo magnético que lo rodea. En un caso tuve la sensación que rebotaba, pero en la otra noté como si me invadiera, lo que provocó una reacción en mi cuerpo, centrada en mi estómago y en la cabeza, que se calentó y enrojeció en cuestión de instantes, como si tomara un largo trago de parra.
Tuve suerte de escapar sin moverme de mi sitio aunque permanecí vigilante, mientras deambulaban de un lado para otro en busca de venganza por aquello de lo que no tenía culpa alguna. Ninguna explicación era escuchada y ningún argumento resultaba convincente para aplacar su furia o para tranquilizar su estado de ánimo, más bien incrementaban su excitación porque no encontraban la forma de calmar lo que les estaba carcomiendo por dentro y ni las palabras ni los silencios servían como apagafuegos.
No creo que ambos hombres fueran malvados por naturaleza, posiblemente se trate de personas cariñosas con sus familias y amigos, trabajadores que han sido igual de castigados por la vida como la mayoría, saturados de insatisfacciones y derrotas cotidianas por errores propios y ajenos, que simplemente necesitaban alguna pequeña victoria para dar sentido a sus agotadoras vidas, pero que equivocaron el lugar, el momento y la persona ante la que obtenerla, al menos por ahora.
En esos momentos, me pasó por la mente una pregunta nunca formulada que me liberó de la tensión de la última escena: ¿Habrá algún exorcista en la sala? Entonces el silencio me dio la respuesta empírica que necesitaba: como pasa con cualquier profesional cualificado ¡nunca están cuando más se les necesitan!
Al contrario que los antiguos habitantes de estas islas, la figura de Guayota no me ha inspirado temor, sino más bien simpatía, quizá porque la asocié hace bastantes años a la escultura de diablillo que creo César Manrique como emblema del Parque Nacional de Timanfaya en Lanzarote.
También he tenido la suerte de no ser receptivo a determinados fenómenos sensoriales o emocionales, que sí perciben otras personas y que entran dentro de situaciones calificadas como paranormales o espirituales. Se trata de experiencias que no he podido observar, sufrir o disfrutar, pero cuando me las transmiten personas que aprecio, me merecen el mayor de los respetos, aunque no encuentre una explicación ni lógica, ni absurda, ni fantástica, ni estadística, ni afectiva, ni psíquica, ni mística.
Es tan poco lo que creemos saber sobre nosotros, el mundo, el universo, la materia y la energía oscuras, que la probabilidad de que lleguemos a conocer esta realidad a través del conocimiento es tan remota como aquellos que intentan encontrarle sentido a través de la fe o del consumo de sustancias estupefacientes, aunque si tengo que elegir, prefiero apostar por el conocimiento frente a los otras dos propuestas.
Sin embargo, durante las últimas semanas he tenido sendos encuentros, en fechas diferentes, con personas aparentemente normales, que me trasmitieron una gran capacidad para el odio y hasta llegué a sentir desde la cercanía en qué consiste la esencia de la maldad desatada, algo que tampoco me resultaba ajeno, aunque sí distante, ya que los informativos de televisión están plagados de noticias en las que la maldad, ya sea absoluta o relativa, se cobra víctimas inocentes, tanto individuales como colectivas, a través de la violencia más cruel.
Fueron dos rostros que desde el primer momento venían trazados con surcos de hostilidad y que poco a poco fueron verbalizando el descontento y las frustraciones acumuladas, dos cuerpos que buscaban una válvula de escape para estallar, aunque la presencia de público testigo parece que atenuó el impacto de su agresividad. Daba igual hablar o callar, ser amable o serio, existir frente a ambos era la escusa que necesitaban para proyectar su ira.
Sus respectivas agresiones no llegaron a ser físicas, sino inmateriales. Sentí algo así como una onda de energía, similar a la que recrean algunos efectos especiales que se ven en películas de acción o ciencia ficción, que impactaba contra mi cuerpo o el campo magnético que lo rodea. En un caso tuve la sensación que rebotaba, pero en la otra noté como si me invadiera, lo que provocó una reacción en mi cuerpo, centrada en mi estómago y en la cabeza, que se calentó y enrojeció en cuestión de instantes, como si tomara un largo trago de parra.
Tuve suerte de escapar sin moverme de mi sitio aunque permanecí vigilante, mientras deambulaban de un lado para otro en busca de venganza por aquello de lo que no tenía culpa alguna. Ninguna explicación era escuchada y ningún argumento resultaba convincente para aplacar su furia o para tranquilizar su estado de ánimo, más bien incrementaban su excitación porque no encontraban la forma de calmar lo que les estaba carcomiendo por dentro y ni las palabras ni los silencios servían como apagafuegos.
No creo que ambos hombres fueran malvados por naturaleza, posiblemente se trate de personas cariñosas con sus familias y amigos, trabajadores que han sido igual de castigados por la vida como la mayoría, saturados de insatisfacciones y derrotas cotidianas por errores propios y ajenos, que simplemente necesitaban alguna pequeña victoria para dar sentido a sus agotadoras vidas, pero que equivocaron el lugar, el momento y la persona ante la que obtenerla, al menos por ahora.
En esos momentos, me pasó por la mente una pregunta nunca formulada que me liberó de la tensión de la última escena: ¿Habrá algún exorcista en la sala? Entonces el silencio me dio la respuesta empírica que necesitaba: como pasa con cualquier profesional cualificado ¡nunca están cuando más se les necesitan!
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