El virus de la estupidez humana

Imagen de Pete Linforth en Pixabay

Si hay algún virus ante el que hay que estar alerta constantemente es el virus de la estupidez humana. Se propaga no sólo por tierra, mar y aire, sino a través de las ondas hertzianas, del cable de fibra óptica y vía satélite, para llegar a la mayoría de las personas y de sus hogares a través de la la televisión, la radio, los ordenadores y los denominados teléfonos 'inteligentes', que son utilizados para acceder a internet, a las redes sociales y a las aplicaciones dedicadas a organizar contactos virtuales.

El virus de la estupidez humana convierte lo normal en extraordinario y lo extraordinario en normal. Crea problemas donde no los hay y cuando aborda un problema real no lo soluciona, sino que lo desmiembra para aparentar que lo arregla, muchas veces de forma chapucera. Las diferentes partes del problema original cobran vida propia, hasta que cada pedazo genera un problema lo suficientemente grande para poder despiezarlo nuevamente, creando así un permanente círculo vicioso de contagios.

El individuo que padece la enfermedad no lo sabe y los demás tampoco lo detectan porque es asintomático en apariencia, por lo que va infectando a todo cuanto le rodea, de manera que las personas de su entorno inmediato quedan embobadas con la nueva realidad que perciben y así, paso a paso, decisión errónea a decisión errónea, se va propagando entre el conjunto de la sociedad.

El virus se manifiesta en episodios concretos, aunque éstos también pueden llegar a prolongarse en el tiempo y convertirse en crónicos. Los síntomas se aprecian sólo en los infectados más graves y consisten en una elevada autoestima y la creencia en una capacidad ilimitada para condicionar la vida de sus semejantes y adaptarla a sus visión particular de la realidad. Afecta por igual a todas las clases sociales, pero sus efectos más perniciosos recaen en las personas más pudientes y en las de mayor nivel académico, porque suelen ser consideradas como las de mayor éxito social o profesional y, por tanto, una referencia.

Algunos lugares específicos son muy propensos a la expansión y contagio del virus, como los despachos de relevantes dirigentes políticos y empresariales, aunque donde realmente el virus encuentra su mejor caldo de cultivo y se propaga con mayor rapidez e intensidad es en las salas de reuniones de ejecutivos y gobernantes, así como en los consejos de administración de las grandes firmas comerciales que cotizan en mercados bursátiles.

A los grandes laboratorios farmacéuticos no les interesa investigar para encontrar una vacuna que pueda acabar con este virus, porque iría en contra de sus intereses económicos. Así pueden vender mejor sus productos, que tampoco pretenden curar algunas de las enfermedades comunes, sino simplemente paliar sus efectos, para que el conjunto de la población pueda seguir produciendo objetos inútiles y ofreciendo servicios innecesarios como zombis estúpidos.

El virus muta cada vez que ocurre algo imprevisto y la nueva cepa se hace así más resistente a la racionalidad. A través de este proceso podemos encontrarnos con la paradoja de que frente a situaciones similares se ofrecen respuestas dispares: unas veces se esconde la posible gravedad del asunto y sus efectos mortales, mientras que en otras se crea una alarma innecesaria, destacando la existencia de algunas víctimas.

Así, el fallecimiento de un grupo reducido de personas de cierta edad y con alguna patología médica en las sociedades occidentales posee mayor relevancia que la de miles de niños y jóvenes que mueren de enfermedades causadas por la malnutrición en los países denominados con el eufemismo 'en desarrollo', pero que en realidad deberían denominarse como 'países a los que los países desarrollados y las grandes corporaciones multinacionales no dejan desarrollarse'.

Es precisamente en estos últimos territorios donde el virus de la estupidez humana resulta más dañino y eso que la población que vive en ellos no está infectada. Probablemente por eso sea tan mortífero allí, porque no tienen la posibilidad de generar anticuerpos que amortigüen su impacto letal.


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