El abrazo del océano (relato)

 

Aquella tarde el cielo se mostraba especialmente gris. A las distantes nubes altas se había sumado una densa calima que podía masticarse y que dejaba al Sol como un espectro fantasmal muy alejado de su cotidiana percepción como Astro Rey. La tradicional ventolera y las olas que bañaban la Playa del Cercado habían desaparecido, como también los nadadores, los futbolistas ocasionales, los jugadores de pala aficionados y los caminantes de orilla que gustaban de pisar la arena mojada, aunque todavía quedaban parejas que enamoraban entre las rocas y grupos de familiares y amigos que aprovechaban para beber algo en los chiringuitos cercanos al aparcamiento reconvertido en paseo.

El fatal destino había reunido ese día, en una esquina cercana al acantilado de Los Órganos y donde comienza el pequeño malecón que protege la playa de las corrientes del norte, a varias decenas de personas unidas en el dolor por la pérdida de un ser querido de muchas maneras y en ocasiones contradictorias, de un hombre de la mar que ayudó a mucha gente de la tierra a superar tiempos difíciles, que salvó vidas sin ser médico o bombero, que trató de cambiar el curso de los acontecimientos desde el valor de unos principios que no estaban en venta, aunque durante su vida fue capaz de vender tanto lo conocido y demandado como lo inimaginable.

Capaz también de entenderse y llegar a tratos con personas de idiomas impracticables, de subir a bordo tanto de sueños e ilusiones como de oxidados desastres y chatarras flotantes, de esperar el momento oportuno para cerrar un buen acuerdo, de avistar un negocio donde los demás no atisbaban ni tan siquiera una mísera oportunidad, de actuar sobre escenarios en representaciones teatrales, de rescatar del olvido y la destrucción testimonios materiales de una identidad perseguida, valiosas piezas de museo procedentes de una sociedad y una cultura machacadas durante siglos para tratar de reducirla a escombros, pero que siempre conseguía emerger y asombrar al mundo como Ave Fénix que resurge de entre los muertos que permanecen vivos en la memoria colectiva.

El infortunio lo sorprendió solo en su casa, alejada del mar de su labor cotidiana, en el interior de un hermoso valle angosto entre las montañas de Anaga. La parca lo visitó sin un motivo aparente, sin la invitación de una enfermedad que la excusara, sin barquero y sin monedas, con la alevosía de poder disponer de la vida de cualquiera sin contemplaciones ni la posibilidad de pronunciar unas últimas palabras de partida, dar un último consejo, expresar un deseo, ofrecer una bendición o proferir una improcedente maldición dentro de un mundo ya suficientemente maldito por ambiciones y codicias desmedidas.

Desde las alturas bajaron su cuerpo entero inerte, pero llegó días después a la orilla convertido en cenizas en brazos de su familia, que junto a sus fieles amigos y otros acompañantes se dispusieron a rendirle un sencillo pero sentido homenaje de despedida. La brisa sopló suave y silenciosa para permitir que ondearan algunas banderas y se escuchara la voz de quienes tomaron la palabra, entre lágrimas que brotaban contra la voluntad de sus ojos, labios que temblaban al pronunciar sentimientos, gargantas que entrecortaban las frases y emociones que se transmitían tanto con sonidos como con los silencios que acabaron por imponerse, ante la imposibilidad de describir todo lo que se quería pero no se podía expresar en aquel entrañable pero efímero instante.

Llegado el momento, el manso océano comenzó a agitarse para sentirse también partícipe del homenaje. Cuando la urna fue lanzada al agua, las cenizas volaron al encuentro de la ola que acudía presta a abrazar los livianos restos materiales de aquel hombre que había pasado a formar parte de los recuerdos imborrables de muchas personas, de su forma de ser y de afrontar la vida.

Entre aplausos y el clamor de los bucios, la mar se llevó lo que quedaba de uno de sus compañeros predilectos durante décadas, cumpliendo un antiguo trato nunca rubricado de respeto mutuo, al que sólo tienen acceso unos pocos privilegiados bautizados con el salitre y la maresía de la virtud.


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