Abducidos de oficina (relato)

El reloj marca las diez de la mañana cuando el cliente asoma por la puerta de la oficina bancaria. Nada más entrar se encuentra una estructura liviana que soporta un bote de solución hidroalcohólica que invita a los clientes a impregnarse las manos con dicho líquido. Pocos metros más allá, hacia el fondo, se encuentran dos mesas alineadas a lo ancho, de madera con partes metálicas y plásticas, protegidas en ambos frontales con mamparas transparentes que cuelgan desde el falso techo, tras las que permanecen sentados una mujer, en la de la izquierda, y un joven, en la de la derecha, que habla por teléfono a bajo volumen, en lo que parece una conversación comercial con otro cliente.

La mujer parece concentrada en la resolución de algún tipo de expediente financiero y en un momento determinado no duda en sacar el teléfono móvil presuntamente inteligente de su bolso y tomar una fotografía de un dato concreto que aparece en la pantalla del ordenador situada sobre su mesa de trabajo.

Ninguno de ellos lo mira mientras el cliente permanece de pie, en espera de acontecimientos, cuando comienza a escuchar las voces de dos personas que proceden de un espacio oculto para él, a la izquierda de la entrada, y que podría tratarse del despacho de la subdirectora, ya que también a la izquierda, pero visible, se sitúa la puerta de acceso al despacho del director y que permanece abierta.

Nadie hay a su alrededor y nadie se dirige al cliente en su soledad para indicarle que espere un momento, que enseguida le atienden, así que, cansado mentalmente de permanecer de pie, ve que a su derecha hay un lugar para sentarse y acude a utilizarlo. Un par de minutos después pasa la subdirectora a buscar unos papeles a la impresora multifunción y le desea buenos días, saludo al que el cliente corresponde con la misma formalidad y escasa amabilidad.

Pasan otros cuantos minutos más y aquel cliente de una mediana edad que lindaba con la jubilación se siente invisible, por lo que saca un libro de la bolsa de imitación de lino con una bonita imagen impresa y que porta consigo, con la finalidad de ponerse a leer hasta que alguien se interese por él. El libro lleva por título “El enemigo conoce el sistema”, de la periodista Marta Peirano, y hacía poco que había conseguido superar la página doscientos, lo que le permite seguir adentrándose en el capítulo séptimo, dedicado a la manipulación.

Poco después entra el director a su despacho desde la calle, no sin antes hacer un escorzo para comentar algo a la subdirectora. Luego sale un momento sin la chaqueta para echarse un poco de solución hidroalcoholica en las manos, aprovechando para sonreír y saludar brevemente al cliente, que devuelve la cortesía sin palabras pero con un movimiento descendente de la cabeza mientras le mira en espera de alguna pregunta, excusa o de alguna muestra de interés.

El director atraviesa de nuevo el marco de la puerta abierta de su despacho hacia el interior y continúa pasando el tiempo sin que nadie se digne a atenderle. El joven sentado en la mesa de la derecha cuelga el auricular, pero casi de inmediato lo vuelve a descolgar para atender una llamada en espera que parecía proceder del director, ya que comienza a dar explicaciones, aparentemente sobre el resultado de la conversación anterior.

Una mujer entra a la oficina y se dirige verbalmente a la trabajadora de la mesa de la izquierda para preguntar si podía dejarla una documentación, a lo que ésta la responde que sí, pasando a sentarse con ella en las sillas cercanas. Otro joven entra también a la oficina, saluda pero se queda en el dintel mientras teclea en su teléfono móvil en espera de que también alguien se interese por él.

Todo sigue su curso sin que el veterano cliente sepa cuándo tendrá la fortuna de ser atendido, por lo que se sumerge de nuevo en su lectura: “La distopía de Orwell está marcada por por la violencia estatal y las privaciones, los sacrificios por el Estado y las cartillas de racionamiento. Es una distopía anticapitalista. La que vivimos hoy ha sido creada casi de manera accidental por un pequeño grupo de empresas para hacernos comprar productos y pinchar en anuncios. Su poder no está basado en la violencia sino en algo mucho más insidioso: nuestra infinita capacidad para la distracción. Nuestra hambre infinita de satisfacción inmediata. En resumen, nuestro profeta no es George Orwell sino Aldous Huxley. No '1984', sino 'Un mundo feliz'. Los habitantes de '1984' no tienen nada, los de 'Un mundo feliz' lo tienen todo. No sienten la presión del Estado porque no viene de fuera de ellos, sino que vive en su interior. (…) ¿Qué clase de persona sana quiere ser infeliz? El lema de ese mundo es ordenado y sensato: comunidad, identidad, estabilidad. Parece el mantra de la era del algoritmo. El mundo en que vivimos no está exento de violencia, pero es de otra clase. Como decía Primo Levi, 'hay muchas maneras de llegar hasta ese punto y no siempre a través del terror del hostigamiento policial, sino negando y distorsionando la información, ninguneando los sistemas de justicia, paralizando el sistema educativo y propagando de mil maneras sutiles la nostalgia por un mundo donde reinaba el orden'. Nunca ha habido maneras más sutiles de distorsionar la realidad.”

El cliente levanta la cabeza y separa su mirada de las páginas del libro, pero todo parece seguir igual, como si no hubiera pasado el tiempo, por lo que vuelve a enfrascarse en la lectura: “Estamos enganchados a los trocitos de 'realidad' inconexos que se suceden delante de nuestras pupilas cuando tiramos de ellos con el índice o el pulgar. Cuantos más pedacitos hay y más inconexos llegan, más enganchados estamos (un factor que la industria del juego llama 'event frecuency', frecuencia de acontecimiento). Pero el adicto a las tragaperras sabe que es adicto al estado de ensoñación nerviosa que le produce el ritmo de la máquina. No juega para ganar dinero sino para flotar en La Zona, un mundo perfecto, ordenado y predecible, completamente ajeno a la realidad. Mientras que el adicto a la secuencia rítmica y fragmentada de las plataformas digitales cree que es adicto a la política, a la actualidad, a las noticias. Cree que está más despierto que nunca. La combinación de adicción e hipnosis con el convencimiento de saber exactamente lo que ocurre en realidad produce tristes paradojas. Hay un chiste recurrente en Reddit: '¡Jamás pensé que los leopardos se comerían mi cara! Llora la mujer que votó por el Partido de los Leopardos que Devoran Caras'.”

El cliente interrumpe su lectura al ver por el rabillo del ojo que el joven de la mesa de la derecha cuelga el teléfono, pero todavía no lo llama ni lo mira, sino que se pone a ordenar algunos papeles de su mesa, hasta que termina de recogerlos y es entonces cuando lo mira y le invita a que se siente frente a él, justo cuando ya ha pasado más de media hora desde su entrada en la oficina.

- Buenos días. Quería pagar una tasa con cargo a mi cuenta. Aquí tiene mi documento de identidad y el impreso.

El joven introduce los datos del cliente a través del teclado del ordenador y le pregunta:

- ¿En qué cuenta se lo cargo?

- Da igual -responde el cliente-. En la que tenga más dinero, pero da igual. No tengo tantas.

Se hace de nuevo el silencio. El joven sigue hechizado ante la pantalla del ordenador. Mueve el ratón, pero no parece conseguir nada. Busca una salida a una incompetencia escogida a conciencia por la empresa que lo destina a ese puesto a través de una cara y prestigiosa firma de cazatalentos. Apunta unos números en un papel. Vuelve a mirar la pantalla... Pasan unos segundos interminables... Se gira hacia el cliente y coge con sus manos el impreso y le da la vuelta del revés buscando algo que no encuentra en la parte blanca del papel:

- Faltan dos ejemplares del impreso -anuncia.

- ¿Cómo? -pregunta incrédulo el cliente.

- Sí. Este es el ejemplar para la administración, pero faltan los del interesado y el de la entidad colaboradora, el nuestro -explica con voz recriminatoria.

- Es el que me dieron en las dependencias públicas donde tengo que entregar la documentación para el trámite por el que me cobran la tasa -se defiende el cliente.

- Pues no se lo puedo cobrar sin el ejemplar para nuestra entidad -sentencia el joven.

- Pues saque una fotocopia y se la quedan como justificante -se resiste a la condena el cliente.

- No tengo porqué sacar ninguna fotocopia. Necesito nuestro ejemplar firmado y no una copia -insiste el joven.

- Pues busque una solución. A mí sólo me dieron ese papel en las dependencias públicas -se enroca el cliente.

- Eso no puede ser cierto...

- ¿Me está llamando mentiroso? -lo interrumpe el cliente visiblemente enojado- Vaya a la institución que me lo dio y se los pide a ver que pasa y viene y me lo cuenta. Yo tengo cita allí en una hora.

- No he querido decir eso -recula el joven.

- Lo que el compañero quiere explicarle -interviene la trabajadora que se había levantado de la mesa adyacente- es que tenemos unos procedimientos que cumplir y que le puedo aclarar para que nos entienda.

- No quiero que me cuente ninguno de sus procedimientos -replica el cliente-. Quiero pagar la tasa y llevarme el impreso para entregarlo junto a otra documentación en las dependencias públicas donde me lo dieron.

- Puede pagarlo por el cajero automático -sugiere el joven con cierta soberbia, como dando a entender que el cliente es un ignorante.

- No se puede. Ayer lo intenté en dos cajeros diferentes y no acepta el cobro de esta tasa -rebate el cliente descorazonado por tanta lucha infructuosa.

- Vamos a comprobarlo -se levanta el joven de su mesa convencido de que va a dar una lección magistral al cliente, al que considera un dinosaurio financiero.

- Vamos a seguir perdiendo el tiempo y no vamos a solucionar nada -se resigna el cliente a someterse a la prueba tecnológica, como si de un polígrafo se tratara, para demostrar su inocencia.

Ambos se dirigen al cajero automático que se encuentra a la izquierda de la puerta según se sale, pero ya no están solos. Una cola de gente que no guarda ninguna distancia de seguridad se agolpa expectante en torno a la puerta, como si allí se fuera a desarrollar un combate o una luchada. “¿De dónde habrá salido toda esta gente? ¿Cuánto tiempo habremos pasado discutiendo inútilmente?” piensa el cliente, al tiempo que saca su tarjeta bancaria de la cartera y la pone sobre el recuadro para operar sin contacto, lo que ya deja un poco perplejo al joven trabajador del banco, que aparta su mirada para que el cliente pueda escribir el número secreto en el teclado. Cuando emerge de la pantalla la operativa, el joven toca el recuadro dedicado al pago de impuestos con lectura de código de barras y pasa esa parte del impreso por la luz roja, que de inmediato se apaga. El procesador del cajero automático se lo piensa durante unos segundos, como para darle emoción a su veredicto, pero éste es el esperado por el cliente: “Operación cancelada. Operativa no disponible por cajero”.

Tras la victoria parcial del cliente en el primer asalto, aquel inesperado enfrentamiento seguía todavía por decidirse, aunque tenía una contrincante más sobre aquel improvisado terrero de lucha: la subdirectora había salido de su zona de confort y venía a reforzar al joven inexperto magullado en su fuero interno por el cliente y humillado ante el público por el cajero automático traidor, al que con tanto desvelos trataba y surtía de billetes a diario.

- Les dije que no era posible pagar esta tasa por el cajero -recordó el cliente-. Seguro que pueden encontrar una solución -añadió en tono conciliador.

La subdirectora, de pie, y el joven, sentado, miran la pantalla del ordenador y hacen movimientos en relación a lo que observan, sin querer admitir que el protocolo de su empresa falla y que tienen que improvisar una solución sin comprometerse ni incumplir la normativa incoherente y contradictoria impuesta, buscar una especie de derrota digna que les permita salir airosos ante su público. Pasaron unos minutos sin avances, de tanteo, tratando de hacer creer a los espectadores que el sistema informático no permite saltarse unas consignas y procedimientos que la práctica cotidiana habían convertido en absurdos, hasta que la subdirectora se dirige al cliente con voz de mando:

- Estamos buscando la manera de solucionarlo. Le estamos haciendo un favor.

- No me están haciendo un favor -replica el cliente de inmediato también con voz firme-. Me están prestando un servicio -afirma con una rotundidad que molesta profundamente a la subdirectora, que lo mira con un odio de alto voltaje generado desde lo más profundo de sus vísceras.

Los minutos pasan y el cliente no va a conformarse con un empate y está decidido ir a la prórroga de las hojas de reclamaciones como elemento disuasorio, en busca de una derrota total de sus rivales, que no son los empleados del banco sino la estructura financiera y la cultura empresarial de la sociedad anónima para la que trabajaban, pero que asumen internamente como mansos corderitos y defienden en el exterior como lobos hambrientos de ventas comerciales. Por eso, antes de llegar a esos extremos e incluso a los penaltis de la frustración, apuesta por jugar una nueva baza.

- Hablen con mi gestora a ver si puede ayudarles -propone.

Aquello sonó en sus oídos como cantos celestiales: Podían 'externalizar' el problema ante su público y culpar a un árbitro inexistente de la derrota. Pero eso enfurece aún más a la subdirectora.

- Eso es lo que estamos haciendo, la hemos pedido autorización -se justifica de forma seca y cortante, pero no contenta con eso le exige al cliente que se levante y se siente otra vez en los asientos cercanos a la entrada de la oficina, lo que hace para no tensar más la situación, pues ya se siente vencedor de la contienda y solo le queda esperar a que corra el cronómetro y suene el sordo pitido final.

Nadie ocupa su lugar delante de la mesa del joven, pese a estar la oficina repleta de personas aguardando su turno, y la última espera resultará breve. Durante ese tiempo incalificable el cliente aprovecha para enviar mensajes telefónicos a su gestora, para que ayude a aquellos compañeros incompetentes por escasez de humanidad a salir del atolladero. Cuando levanta la mirada de la pantalla se encuentra de frente a la subdirectora que ofrece de su mano el tratado de paz que certifica su derrota, aunque su mirada contenía el deseo de una futura revancha, en forma de impreso de la tasa con un comprobante de pago grapado. El cliente lo coge lo mira y pregunta:

- ¿No debería llevar el impreso una validación mecánica como dice al final del papel?

- Así se lo van a aceptar -responde lacónica la subdirectora.

- Mire que si no lo aceptan así tendré que volver -insiste el cliente pero sin querer hacer saña.

- Seguro que se lo aceptan -se reafirma la subdirectora-. Y dele las gracias a su gestora -añade mientras regresa a su despacho.

- No veo porqué -replica el cliente mientras se levanta del asiento y se dispone a abandonar la oficina rodeado de gente silenciosa que lo mira como a un luchador canario menudo que ha tumbado a un gigante o toda la plantilla del rival, aunque él no lo siente así, sino más bien como el pírrico vencedor de una batalla intrascendente frente a autómatas humanoides reprogramados por la empresa para la que trabajaban.

Nada más salir hace caso omiso a sus últimas palabras, pronunciadas más de farol que con fundamento, y mientras se aleja de la sucursal bancaria en dirección a donde había aparcado su vehículo envía el siguiente mensaje a su gestora, a la que considera un reducto de humanidad dentro de un sector plagado de zombis abducidos: “Todo resuelto. Despreocúpate y mil gracias.”


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