Sucedáneos de información
Ahora que muchos programas de
televisión cierran la temporada y la oferta audiovisual se reconduce
hacia películas, series, propuestas veraniegas y resúmenes sobre lo
mejor y lo peor que ha acontecido durante lo que llevamos de año,
quizá sea el momento de analizar lo que hemos visto durante los
últimos meses en las pantallas de nuestros hogares, donde se ha
incrementado sustancialmente el consumo de televisión a causa del
confinamiento generalizado para evitar la expansión de la pandemia
de la COVID-19.
Por lo que he podido apreciar, a pesar
de los esfuerzos de algunos profesionales de la comunicación y de
los servicios informativos de los canales públicos y privados, los
televidentes siguen confusos sobre las medidas de precaución que
deben adoptar en esta nueva fase mal denominada como 'nueva
normalidad'.
Así, en uso de su libertad, hay
personas que siguen voluntariamente confinadas, otras que tratan de
seguir las recomendaciones de las autoridades sanitarias, otras que
tienen criterios propios fruto de la inconsciencia y otras hacen lo
que les aconsejan algunos personajes famosos aupados a líderes de
opinión, pero que, por sus conocimientos, mínima ética y escasa
formación, no deberían de expresar opinión alguna públicamente o
circunscribirla al rincón del cuñado en el ámbito familiar o a la
esquina del enterado de la barra del bar.
La televisión es un medio de
comunicación complejo, en el que prima el entretenimiento por encima
de cualquier otra consideración en la mayoría de los grupos
privados, lo que de presiona a los canales públicos a seguir por esa
vía para tratar de captar audiencia. Desde esta perspectiva, los
debates de actualidad tienden más al espectáculo que a tratar de
ofrecer información útil y veraz a los ciudadanos.
Basta con recuperar a través de
internet algunos de los debates de finales de los 70 y de los 80 para
apreciar las diferencias. En aquel entonces, los contertulios se
expresaban con corrección, aportaban sus conocimientos, se
documentaban sobre la materia a debatir sin acudir a la wikipedia y,
sobre todo, mostraban respeto por la opinión fundamentada contraria
o no coincidente con la suya, a la que trataban de rebatir con
argumentos, no con descalificaciones personales.
Cuando me tropiezo con alguna de esas
tertulias que se emiten en los canales actuales sobre cuestiones de
interés general y no soy capaz de aguantar tanta insensatez, me
propongo mentalmente un juego para que la patética realidad que
observo me resulte divertida. El juego consiste en esperar a que
quien habla en un momento determinado finalice su turno de
intervención, después de múltiples interrupciones, y pronuncie su
última palabra para saber si el siguiente basa su réplica en esa
última palabra o en el asunto principal del anterior discurso. Como
todos los contertulios se conocen, el que interviene lanza una puya
final al siguiente y el otro dramáticamente ofuscado se centra en
rebatir la puya y no el contenido del mensaje, entrando así en una
dinámica perversa y donde la información útil brilla por ausencia
y todo pasa a girar en torno a los denominados 'dimes y diretes'.
¿Cómo hemos llegado a esta situación?
¿Por qué se degrada tanto la profesión periodística en estos
escenarios? En mi modesta opinión por varios motivos: por el
intrusismo profesional, por el transformismo periodístico (quienes
independientemente de para quien trabajen están al servicio de una
ideología política) y porque los buenos periodistas no participan
en debates televisivos, sino que trabajan por ofrecer información de
calidad a sus lectores, oyentes o televidentes y cuando elaboran una
noticia importante son entrevistados por otros medios y no se exponen
a un bochornoso espectáculo.
A buena parte de los empresarios de la
comunicación lo que les interesa es obtener beneficios de su
inversión, ya sea en este negocio o en otros de diferentes sectores
en los que participan, y por eso existen tan pocos proyectos
liderados por periodistas que sean rentables. Y para dar espectáculo
no se necesitan profesionales cualificados con valores éticos y una
sólida formación, sino rostros que sean capaces de transmitir
certezas en tiempos de dudas, aunque sean erróneas, mientras sean
útiles al propósito mercantil de los propietarios mediáticos.
Lo que ocurre es que esas certezas no
son tales y no hay interés en rebatirlas, por lo que van apareciendo
otras nuevas sin fundamento que se acumulan a las anteriores,
degradan la comunicación y generan toda una magna ceremonia de la
confusión, que se retransmite en formatos diferentes en canales
públicos y privados, de ámbito nacional, regional y local.
Existe la falsa creencia de que cada
medio de comunicación ofrece una versión diferente de la realidad y
que si contrastamos cada una de las versiones llegaremos a conocer la
esencia de la información. Pero esa es una ardua tarea para
cualquier persona que quiera estar bien informada y que debería
recibir información veraz por parte de cualquier medio,
independientemente de su línea editorial o de su propósito
mercantil.
Si lo que ofrece el medio televisivo,
que llega a casi el 86 por ciento de los habitantes de este país,
son sucedáneos de información en horarios de máxima audiencia y
como una forma de entretenimiento o de propaganda, por mucho que
comparemos unos contenidos con otros, nunca vamos a disponer de la
información que precisamos para tomar buenas decisiones como
ciudadanos individuales ni como una sociedad avanzada.
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