Beso y número (relato)
Cada dos o tres semanas nos
telefoneábamos, nos contábamos las novedades y quedábamos para
almorzar en los siguientes días. Una tarde, cuando la llamé, me
dijo que habían venido unas amigas peninsulares de visita y que
podíamos comer todos juntos si nos parecía bien. Le informé
entonces que mi mujer estaba de baja médica con problemas
gastrointestinales y que no tenía el cuerpo para salir fuera, pero
que podían venir todas a casa y que las prepararía algunas delicias
de la cocina tradicional que no hubieran probado todavía en su
recorrido por la isla.
Consultó la propuesta con las amigas y
las pareció bien, ya que la vivienda se encontraba en medio de una
finca de las medianías del Norte de Tenerife, con unas vistas
espectaculares al Valle de La Orotava, por lo que la experiencia
sería similar a la de ir a almorzar a un guachinche al aire libre,
donde las mesas quedan al abrigo y bajo la luminosa sombra de
frutales y emparrados.
Preparé para las invitadas un buen
puchero y algunos entrantes: champiñones rellenos de almogrote,
croquetas de espinacas, un par de morcillas canarias y queso fresco
ahumado de Benijos a la plancha con mojos y miel de palma, aunque mi
mujer tuvo que conformarse con un poco de arroz blanco, que acabó
acompañando con un plátano y un huevo, ambos fritos. De beber
quedaban unos cuantos litros de tinto de la cosecha obtenida el año
anterior, procedente de cepas de listan negro y negramoll, cuya
siguiente generación maduraba ya en la parte de la finca dedicada al
viñedo.
Preparé la mesa en la terraza
acristalada de la entrada, porque la bruma del alisio llegaba fría
cuando subía por la ladera, lo que venía bien para que entrara el
puchero y el vino, pero, cuando se dispersaba, el sol pegaba fuerte y
las moscas se volvían pesadas, por lo que era mejor celebrar aquel
encuentro en un entorno controlado, de manera que corriendo algunos
ventanales y dejando las mosquiteras se podía mantener una
temperatura agradable en cada momento, sin perder de vista el paisaje
o los cadenciosos movimientos del mar de nubes.
Cuando terminé de prepararlo todo,
como si estuviéramos sincronizados, llegó mi amiga conduciendo su
coche, acompañada por dos bellas mujeres en toda su madura plenitud
y una adolescente, hija de una de ellas. Nos presentó, nos besamos
en las mejillas y abracé y besé a mi amiga, que de inmediato me
abandonó para ir dentro a saludar mi mujer.
Me quedé fuera con las tres y las
pregunté, como buen anfitrión, si les apetecía beber algo. Las dos
bellezas venían bien aleccionadas por mi amiga y quisieron probar el
vino propio de la bodega, mientras que la adolescente pidió algo de
agua fría. Ninguna quiso entrar, sino que cuando les entregue las
copas y el vaso quisieron dar un paseo por la finca, alegando que
llevaban mucho tiempo sentadas en el coche y querían estirar las
piernas.
Estuvimos dando una vuelta un rato,
mientras preguntaban qué era cada árbol que no tenía fruta en las
ramas, se interesaban por las parras y miraban asombradas a las
ovejas pelibuey y cochinos negros que formaban parte de los rebaños
de los vecinos y que destacaban por diferentes entre la mayoría de
las cabras que pastaban al otro lado del barranco.
Me contaron que vivían en Madrid y que
rara vez tenían la oportunidad de recorrer un entorno rural tan
singular para ellas y que sus experiencias entre la naturaleza se
ceñían a alguna visita esporádica de fin de semana a los pinares
de las sierras que separan aquella Comunidad de la provincia de
Segovia, de camino a comer los tradicionales platos de lechazo o
cochinillo que eran la especialidad gastronómica más demandada en
los restaurantes de aquellos parajes.
Cuando el vino desapareció de las
copas regresamos a por más y nos reunimos con mi amiga y mi mujer,
que ya estaban sentadas a la mesa de palique, aunque nos reprendieron
por haber tardado tanto y dejar que se enfriaran los entrantes. No
sabía cuanto tiempo había pasado, pero era verdad que los entrantes
estaban fríos, a pesar de lo cual no quisieron que los calentara, ni
que preparara algo distinto o cortara embutido, y se los comieron
igualmente hasta no quedar ninguno.
El puchero conservaba su calor dentro
de la olla cerrada, así que la abrí y lo serví en una gran
bandeja, separando las carnes, las verduras y las garbanzas, para que
cada cual se sirviera lo que quisiera y hubiera, mientras el vino se
seguía evaporando en las copas. Sin parar de hablar en ningún
momento, tanto en conversaciones comunes como cruzadas, llegamos al
postre: una tarta fría elaborada con nata vegetal de lata, leche
condensada 'light', huevo y bizcochos empapados en el jugo del
principal ingrediente: la piña de bote.
Recogí platos y cubiertos y los dejé
sobre el poyo de la cocina, para después sacar la tarta de la
nevera, dejarla sobre la mesa y volver a por los platos de postre y
cucharillas. También aproveché para preparar la cafetera grande y
ponerla al fuego, llevar las tazas para luego servir el café, junto
con el azúcar, la sacarina, la leche condensada y una jarrita con
leche semidesnatada calentada en el microondas. Pregunté si alguna
quería un chupito o un copazo con o sin hielo, pero todas declinaron
amablemente la invitación.
Seguimos conversando un buen rato
después de haber terminado con los cafés, hasta que la invitada más
joven preguntó por el baño y me levanté a acompañarla para luego
volver a recoger lo que quedaba sobre la mesa y poner todo lo que
había ido dejando sobre el poyo dentro del lavavajillas. Una a una
fueron pasando al baño como si se tratara de un relevo, para luego
salir fuera a dar un paseo por la finca para seguir hablando y tratar
de evadirse de la sensación de saciedad que presionaba desde dentro
del estómago y que se hacía más intensa en posición sentada.
La madre de la más joven del grupo se
quedó rezagada, al ser la última en salir del baño, y me propuso
ayudarme en la tarea de aclarar los platos y meterlos en el
lavavajillas, lo que rehusé agradecido, pero le pedí que se quedara
a hacerme compañía y darme conversación mientras terminaba con las
tareas de recogida y limpieza de la cocina.
Me comentó que le parecía asombroso
lo que hacía y que yo consideraba de lo más normal, porque el padre
de su hija jamás se había dignado a recoger un plato, vaso o
cubierto de la mesa después de comer. Hablamos de lo complicadas que
son las relaciones de pareja y entre los miembros de una misma
familia y me contó que llevaba más de una década sin pareja y sin
relaciones con ningún hombre o mujer y que ser madre trabajadora era
ya bastante estresante como para preocuparse de la convivencia con
otra persona, compartir olores y sonidos y aceptar costumbres
distintas.
Le dije que no podía creerla, que una
mujer tan hermosa como ella debía tener centenares de pretendientes
y poder elegir a un buen compañero. Reconozco que en esos momentos
me picaba la curiosidad y le pregunté de la forma más prudente que
pude si era por falta de deseo, ya que me habían dicho que muchas
mujeres tiempo después del parto no recuperan las ganas de tener
sexo y que lo hacen más por el cariño que le tienen a sus parejas
que por interés propio.
Me respondió con naturalidad que no,
que seguía teniendo deseo y que se masturbaba sin complejos cuando
le apetecía. Que se sentía satisfecha y se había vuelto perezosa a
la hora de iniciar una relación e intolerante con las manías
ajenas, que era capaz de detectarlas incluso desde lejos, aunque me
confesó que últimamente lo que más echaba de menos no era
precisamente un buen polvo, sino un buen beso, de esos intensos, con
lengua.
Me quedé perplejo y parcialmente
ruborizado, porque me pilló desprevenido haber llegado a un grado
tan alto de intimidad en la conversación, pero desinhibido a merced
del vino no pude dejar de ofrecerme a besarla, a lo que ella accedió
acercando sus labios a los míos y empezando por rozarlos sutilmente
como quien quiere sentir la transpiración de la piel, la respiración
y los latidos del corazón a través de un mínimo contacto.
Después sus labios comenzaron a morder
a los míos y éstos a corresponderlos, hasta que entró en escena su
lengua, primero tímida, humedeciendo mis labios, para luego
mostrarse intensa. Ambas lenguas se encontraron y en ese momento tuve
la sensación de que comenzaron juntas a bailar un tango. Apreté su
cuerpo contra el mío por la cintura, ambos excitados, y ella me
abrazó mientras nuestras lenguas seguían entrelazándose en
singular danza arrabalera.
No dudé en bajar las manos por la
espalda hasta llegar a su glorioso culo y apretarlo con energía
hacia mí, mientras las lenguas ejecutaban una coreografía húmeda,
con sus pausas y sus momentos vertiginosos, siempre sincronizadas,
como si toda la vida hubieran estado ensayando para disfrutar de este
instante prolongado indefinidamente en el tiempo, ambas acompasadas a
una misma música que sonaba en nuestros cerebros... Hasta que
alcanzamos un punto que no quedaba más remedio que separarnos para
llenar nuestros pulmones de aire, jadeando sutiles desde el interior,
como si fuéramos dos estrellas de 'music hall' en el colofón de un
grandioso espectáculo.
Nos quedamos mirándonos todavía un
rato más, separados a pocos centímetros pero sin llegar a rozar
ninguna parte de nuestras pieles, mientras seguíamos respirando
profundo para tratar de recuperarnos física y psicológicamente de
aquella vibrante experiencia. Fue entonces cuando entró por la
puerta de fuera su amiga y nos vio, y continuó acercándose hacia
nosotros sin inmutarse.
Pasó a nuestro lado, nos sonrió y nos
comentó que tenía que ir de nuevo al baño. La devolvimos la
sonrisa ya más serenos y nos separamos un poco más, yo para seguir
con la limpieza de la cocina y ella para mirarme en excitado silencio
apoyada en el borde de la encimera. Yo la miraba a ráfagas y sus
ojos y su belleza parecían que por momentos envenenaban
saludablemente mi cuerpo, hasta que volvió del baño la amiga y la
preguntó si quería ir con ella a la finca. La respondió que sí,
pero que la esperara, que ella también quería ir de nuevo al baño.
El momento resultó incómodo, porque
no sabía si esta amiga había presenciado el beso, pero salí del
paso preguntándole qué le había parecido la comida, lo que derivó
en una conversación intrascendente, que concluyó cuando regresó
del baño mi efímera compañera del baile de lenguas y se fueron
ambas en dirección a la finca.
Cuando terminé las tareas de recogida
y limpieza fui al baño a orinar y allí me encontré con una nueva
sorpresa: sobre el espejo, en una esquina, había pintado con carmín
un número telefónico. Reconozco que actué sin pensar y mi instinto
me llevó adonde reposaba mi teléfono móvil, con el que regresé
para tomar una fotografía del número, para luego tratar de borrarlo
del espejo con papel higiénico y toallitas húmedas sin llegar a
conseguirlo, por lo que acabé recurriendo a una bayeta impregnada
con lejía jabonosa para eliminar todo rastro de escritura sobre
aquella superficie.
Después de hacer mis necesidades en el
baño, salí de la casa y me sumé al grupo en la finca, conversando
amigablemente hasta que nos despedimos un par de horas después.
Nunca olvidé ese beso y nunca conseguí repetirlo con mi mujer. Me
impactó tanto, que aparece de forma recurrente en mis sueños y ese
recuerdo semiinconsciente me produce una agradable sensación de
placer y nostalgia.
La imagen con el número permaneció en
el archivo de mi móvil durante varios meses y la miraba con cierta
frecuencia, hasta que un día tuve que viajar a Madrid por trabajo.
No sabía qué quería hacer: si sólo verla, volver a repetir aquel
beso o intentar compartir algo más... Hasta que al final me armé de
valor para marcar el número. Cuando contestó reconocí de inmediato
la voz, pero corté la comunicación. No era mi pareja de aquel beso
de tango, sino su amiga.
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