Muhenochil guañac: Utopía (sociedad sin tiempo ni lugar en el futuro)

La Real Academia Española de la Lengua define la palabra utopía como "plan, proyecto, doctrina o sistema optimista que aparece como irrealizable en el momento de su formulación". El vocablo procede del griego, de la unión de las partículas oú (no) y tóttoç (lugar), lo que viene a significar un lugar que no existe.

La primera referencia utópica de la que se tiene constancia es la oculta y lejana isla jardín donde se encuentra la planta de la eterna juventud y que aparece en la Epopeya de Gilgamesh, una figura legendaria de la mitología sumeria que se cree reinó en la ciudad de Uruk, actualmente denominada Warka, en Irak, 2650 años antes de nuestra Era. Pero no se trataba de una utopía colectiva, sino individual, sobre el deseo del protagonista por alcanzar la inmortalidad.

La que está considerada como la primera utopía social es la que describe Platón en su exhaustiva obra 'La República', una reflexión sobre la justicia y cómo debe administrarse dentro del concepto de ciudad-estado imperante en aquella época, en la primera mitad del siglo IV antes de nuestra Era.

En la ciudad-estado platónica, los guerreros y los dirigentes-filósofos no poseen nada en propiedad, para evitar el amor por las riquezas, causa de muchas injusticias. Estas dos clases reciben una educación controlada por el Estado que no es sólo física, sino también intelectual, para hacerles llegar a la verdad que se esconde tras las falsas apariencias, como describe en la 'Alegoría o Mito de la Caverna'. El Estado también es quien les asigna las mujeres, al margen de cualquier vínculo matrimonial, con las que debían procrear niños dignos de defender y dirigir la ciudad, creándose así una comunidad de mujeres y de niños, que Platón justificó como un medio de regular las nacimientos y de garantizar la paz y la concordia entre las élites, que estarán así "libres de todas las querellas a que el dinero, los niños y los familiares dan lugar". Todos ellos vivirían a costa de los productores, que serían los encargados de abastecerles de comida, ropa y atender sus necesidades.

La utopía platónica pretendía dar respuesta a los problemas generados tanto por la democracia como por las dictaduras, ya que las ambiciones individuales acababan por dilapidar los logros comunes y conculcar los principios más básicos de la justicia.

La siguiente referencia utópica relevante fue formulada por Agustín de Hipona, también conocido como San Agustín, nacido en el año 354 de nuestra Era en la ciudad argelina de Tagaste, un enclave de gran importancia dentro de la cultura bereber donde transcurrió su infancia, aunque no existe constancia de que ésta le influyera en su búsqueda de explicaciones racionales sobre lo que veía y sentía.

Influido por Platón y convertido a través de la razón a la fe cristiana, la utopía de Agustín de Hipona (ciudad donde falleció en el año 430) se construye en la 'Ciudad de Dios', basada en el amor al creador y en la práctica de virtudes como la caridad y la justicia.

En contraposición con la 'Ciudad del Hombre', volcada hacia un egoísmo efímero que acaba por convertirse en un magno latrocinio, la 'Ciudad de Dios', que tampoco se identifica con la Iglesia del mundo presente, constituye la meta hacia donde debe encaminarse la humanidad y está destinada a ser habitada por los justos.

Pero si hay un autor al que le debemos el actual concepto de utopía, aunque no lo enunciara explícitamente, ese es el inglés Tomás Moro, que publicó en 1516 el libro titulado 'De optimo reipublicae statu, deque nova insula Vtopiae' (Del estado ideal de una república en la nueva isla de Utopía).

En la obra, este pensador, teólogo, político, humanista, escritor, poeta, traductor, Lord Canciller de Enrique VIII, profesor de leyes, juez de negocios civiles y abogado, describe una comunidad pacífica, con ideales diferentes a los de su época, donde la propiedad es comunal, en contraste con el sistema de propiedad privada imperante, que ocasionaba tantos conflictos entre las sociedades europeas de la época.

La población de Utopía se organiza en familias, con un sistema de carácter patriarcal, donde el integrante masculino de mayor edad tiene la autoridad. Por cada treinta familias o granjas los ciudadanos eligen anualmente a un jefe. Cada grupo de diez de estos jefes dependen de otro superior, que es también elegido anualmente. En cada ciudad, el total de los jefes familiares, en número doscientos, elige por voto secreto al príncipe, entre cuatro candidatos escogidos por el pueblo, uno por cada cuarto de la ciudad. El cargo de príncipe es vitalicio, pero puede ser depuesto bajo sospecha de tiranía. Los jefes superiores se reúnen regularmente, si no existe urgencia, en el Senado con el príncipe, llevando a dos jefes familiares, en cada oportunidad una pareja distinta. Las consultas acerca de la república fuera del Senado, en cualquier lugar, se castigan con la pena de muerte, buscando evitar las conspiraciones y la tiranía. Los asuntos importantes, son llevados por los jefes familiares a las familias a su cargo, donde se discuten para que éste presente luego la opinión común en el Consejo.

En Utopía, todos los ciudadanos aprenden el arte de la agricultura, pero pueden elegir más oficios, según sus aficiones, aptitudes y las necesidades de la ciudad. La jornada laboral es de seis horas, suficientes para proveer a la comunidad de las cosas necesarias para la vida y para la comodidad. Todos los ciudadanos aptos, hombres y mujeres, trabajan y, en sus horas libres, descontando ocho para el sueño, son estimulados a realizar actividades que desarrollan la creatividad y la inteligencia, como lectura, música, conversación o juegos matemáticos. Hay libertad religiosa, con tolerancia y respeto por las diferentes creencias, condenándose tanto las conversiones forzosas como de la violencia por causas de religión.

Tomás Moro fue un modelo de conducta no sólo durante su tiempo, sino que su figura ha trascendido hasta la actualidad, ya que su integridad, al igual que le ocurriera a Sócrates y a otros muchos pensadores independientes a lo largo de la historia, le costó la vida. En 1535 fue enjuiciado por orden del rey Enrique VIII, acusado de alta traición por no prestar el juramento antipapista que daría origen a la Iglesia Anglicana, oponerse al divorcio con la reina Catalina de Aragón y no aceptar el Acta de Supremacía, que declaraba al rey británico como cabeza de esta nueva Iglesia. Fue declarado culpable, condenado a muerte y decapitado.

Moro fue beatificado por el papa León XIII en 1886 y canonizado en 1935 por el papa Pío XI como santo y mártir de la Iglesia Católica. El 31 de octubre de 2000, Juan Pablo II lo proclamó santo patrón de los políticos y los gobernantes, en respuesta a una solicitud del ex presidente de la República Italiana Francesco Cossiga, presentada con el aval de centenares de firmas de jefes de Gobierno y de Estado, parlamentarios y políticos. Pero lo curioso es que también la Iglesia Anglicana lo considera un mártir de la Reforma Protestante, incluyéndolo, en 1980, en su lista de santos y héroes cristianos.

Si exceptuamos la utopía de la vida eterna de Gilgamesh, parece que hace tan sólo unos pocos años estábamos cerca de alcanzar algunas de las metas sociales planteadas en las otras utopías, incluso en sus aspectos más evidentemente erróneos, especialmente la de Tomás Moro, en lo que respecta a los países más avanzados de la sociedad occidental. ¿Qué ha sucedido desde entonces?

La caída del Muro de Berlín dejó al descubierto las incoherencias de la utopía comunista en los países de la Europa del Este, pero también desestabilizó la utopía de la socialdemocracia en la Vieja Europa, cuya mejor definición la leí escrita en boca de Francisco Fernández Ordóñez en un texto de finales de los 80: "Un pacto entre el capital y el trabajo".

La globalización ha roto ese pacto 'local', inexistente en África y Asia, y el ambicioso capital exige cada vez más a los trabajadores, hasta que logre tenerlo todo, lo que significa la vuelta al esclavismo. Salvo que se consiga renegociar un nuevo pacto, que permita dar una oportunidad a una nueva utopía: una sociedad planetaria de iguales, en paz, que comparten bienestar y libertades.

Para unos sería recuperar la esperanza en un planeta mejor, para otros, los más desfavorecidos del Tercer Mundo, prácticamente una revolución. Aunque hay sociedades que lo están intentando pacíficamente, no sólo en la riqueza como en algunas democracias occidentales, sino también en la pobreza, como en Somalilandia, un territorio situado en el cuerno de África, al norte de Somalia no reconocido internacionalmente como Estado, pero elige a sus dirigentes de forma democrática y trabaja en silencio por prosperar y compartir los recursos de que disponen.

Nadie es perfecto, ni individual ni colectivamente. La verdadera utopía y la mejor ruta para orientar nuestra existencia consiste en intentar ser mejores, como personas y como sociedad. Y esa debería ser nuestra auténtica ambición y no la de acumular bienes materiales o inmateriales, como el dinero, cuyo valor hace tiempo es puramente especulativo y puede volver a ser cero en cualquier momento.

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