Chenaca: Territorio (nuestra tierra)

La defensa del territorio parece una característica común a las formas de vida superiores que habitamos este castigado planeta. Las especies animales, adaptadas a un determinado ecosistema, acotan zonas más o menos amplias en función de su supervivencia y tratan de excluir de ellas a potenciales rivales.

Las estrategias varían según los intereses de cada colectivo. Así, los herbívoros, se organizan en grupos para buscar los mejores pastos, mientras que sus depredadores lo hacen para capturar más fácilmente a sus presas. Aunque estos últimos, cuando su fuerza o astucia se lo permite, roban la comida a otros cazadores, para, de esta manera, debilitar a sus competidores.

Las plantas no son muy diferentes y cada semilla trata de acaparar desde el primer momento el agua y los minerales que necesita para germinar, primero, y buscar la luz que le permitirá perpetuarse y la posibilidad de alcanzar nuevos y nutritivos espacios, antes que las otras variedades.

Con esos antecedentes y acompañantes, el ser humano no puede ser una excepción, y lo demuestra a diario, en la delimitación de fronteras, en las batallas por el poder y el control de campos y ciudades, así como en la custodia y acumulación de diferentes tipos de propiedades, entre lo simbólico y lo real.

Sin embargo, el ser humano aspira a diferenciarse del mundo animal y elevarse sobre la naturaleza salvaje de la que procede, para autoproclamarse como la especie suprema y elegida para acometer los mayores retos, primero de la creación y, más recientemente, de la evolución.

A riesgo de parecer simplista, un somero análisis de la historia humana invita a pensar que nuestra especie mejora cuando colabora y revela su parte más animal cuando compite. Sin embargo, no podemos prescindir de esta condición. Todos conocemos familias con hermanos que están constantemente peleándose, en parte a modo de juego, pero sin pretender hacer daño, aunque lo ocasionen y éstos dejen secuelas, porque lo que pretenden realmente es demostrar su fortaleza y superioridad.

Pero cuando alguien externo ataca al hermano o le hace daño, entonces ambos, o al familia entera, fortalecida en sus continuos enfrentamientos, colabora para acabar con quien se atreve a agredirles, porque, al igual que en las ancestrales tribus, el que arremete contra un individuo, lo hace contra todo el grupo.

La singularidad del ser humano parece residir en esa doble condición de activo colaborador y competidor. Ambas mantienen en la actualidad un equilibrio inestable, que aparenta haberse decantado por la competición. Las estructuras sociales de cooperación se están destruyendo, como en su día los territorios comunales fueron conquistados y pasaron a tener un propietario.

La desintegración de las estructuras de cooperación se realiza mediante un doble procedimiento: primero se las abandona, se les priva de sustento económico para que sobrevivan, pero si los profesionales que las dirigen y administran consiguen que se mantengan en funcionamiento y conserven su eficacia, entonces, se privatizan.

El escenario que se dibuja para el futuro se adentra en terrenos peligrosos, porque si acaban por destruirse los ámbitos en los que se desarrolla la colaboración, con ellos desaparecerán cualidades sociales avanzadas de nuestra especie, que nos retrocederán a épocas y modelos de convivencia más salvajes y menos civilizados.

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