Crímenes perfectos (crónica de sucesos)


Dicen que el crimen perfecto no existe, pero esa afirmación es falsa: se perpetra todos los días y mata en silencio a miles de personas en todo el mundo a diario. No es obra de una persona en concreto, sino de una impresionante y vasta estructura de crimen organizado, que convierte a la víctima en el culpable del fatal desenlace, por eso los autores materiales siguen impunes después de décadas de actividad delictiva y perfeccionan cada día más su entramado y sus sofisticados métodos de persuasión. Van muy por delante de las autoridades, que en lugar de actuar contra ellos han convertido a las instituciones que gestionan en cómplices y, en cierta medida, en socios del negocio. Como dice el refranero popular: sabe más el diablo por viejo que por diablo.

Todo comenzó hace muchas décadas, cuando una banda de desalmados encontró una fórmula magistral para elaborar una sustancia tan adictiva como tóxica y la introdujeron en el mercado, a la vez que conseguían desplazar o ilegalizar la distribución de otras sustancias parecidas de la competencia. Para que tuviera éxito no dudaron en contratar científicos, que elaboraban informes que ensalzaban las bondades de la sustancia, el placer que daba al consumirla y lo relajado que quedaba el consumidor tras la absorción de ésta, minimizando u obviando sus efectos letales.

También hicieron un completo plan de mercadotecnia utilizando todos los medios publicitarios a su alcance: prensa, radio, televisión, cine, vallas y cualquier soporte que existiera en aquella época y en las posteriores. A eso se añadió el patrocinio de eventos deportivos y musicales, de saludables y atractivos atletas y nadadores que competían en las olimpiadas, así como de equipos de todas las disciplinas deportivas, pero, sobre todo, de las más multitudinarias: fútbol, baloncesto, balonmano, ciclismo, automovilismo y motociclismo, entre otras.

Pero no bastaba con esto: había que conseguir que la gente consumiera en público, que se sintiera orgullosa y feliz de hacerlo delante de otras personas en el trabajo, en casa delante de los niños, que así se educaban en la adicción, y en cualquier calle, plaza, estadio, parque urbano o escenario natural. Para ello, la banda contó con la inestimable colaboración del cine y de la televisión, cuyas principales estrellas, pero también los actores secundarios, aparecían a cada momento consumiendo en actitud relajada, saludable y feliz en cualquier espacio social, como restaurantes, cafeterías, clubes de jazz o discotecas, pero no sólo lo hacían en grupo, sino también de forma íntima al acabar de tener sexo y en solitario, en torno a una idílica hoguera en medio del bosque.

Habrá quien piense que esto sólo sucedía en los países que disfrutaban de una presunta economía de libre mercado, alias 'capitalistas', pero no fue así y el poder de convicción de la banda fue tan inmenso, espectacular y escandaloso que hasta en los países que tenían economías dirigidas con férreo control, alias 'comunistas', y donde no podían introducir su mercancía, el Estado se encargaba de imitarla y fabricarla para comercializarla entre sus ciudadanos, con resultados igualmente funestos.

Fue un idilio perfecto hasta que comenzaron a acumularse las muertes y que los médicos, que también eran consumidores, evidenciaran que las causaba la sustancia, aunque muchos de ellos nunca dejaron de consumirla. Alarmados por la pandemia no declarada que se extendía por hospitales de todo el mundo, las autoridades públicas no prohibieron la distribución de la sustancia, sino que, poco a poco y de forma extraordinariamente prudente, fueron desarrollando acciones no para impedir su consumo, sino para restringirlo.

Lo primero que hicieron fue gravar la sustancia con impuestos especiales, de manera que, cuando un consumidor la compraba, los Estados percibían cerca del ochenta por ciento del precio que pagaba por ella, como sucede ahora. Así el negocio es redondo para la banda y para los Estados. Para disimular un poco, las autoridades también prohibieron a esta estructura del crimen organizado y que genera miles de puestos de trabajo estables que siguiera publicitando la sustancia y patrocinando eventos multitudinarios, equipos y deportistas, pero tampoco así consiguieron que disminuyera sustancialmente su consumo. Compensaron a los medios de comunicación con campañas publicitarias que explicaban lo mala que era la sustancia e incluso pusieron imágenes asquerosas de tumores en sus envoltorios, pero, aun así, el nivel de consumo, aunque descendía, seguía siendo preocupante. Ya, por último, terminaron por prohibir su consumo en cualquier recinto cerrado a excepción de los hogares, donde todavía se pueden transmitir a las futuras generaciones los valores morales de la adicción.

Hubo un tiempo en el que algunos familiares de los envenenados por la sustancia demandaron a los fabricantes para que los indemnizaran por la pérdida y hasta hubo tribunales que les dieron la razón, lo que tuvo mucho mérito, porque entre los magistrados, fiscales, letrados y funcionarios de justicia, al igual que entre los policías, había muchos consumidores, aunque las condenas siempre fueron rebajadas en instancias superiores y nunca prohibieron la fabricación ni la distribución de la sustancia, ni enviaron a la cárcel a los culpables.

El caso sigue abierto, pero no se practican detenciones, ni se solicitan diligencias, ni se abren nuevas líneas de investigación más allá de atender a las demandas de las víctimas en algunos países, pero no en la mayoría, lo que da que pensar si este 'modus operandi' es consustancial a muchas otras industrias multinacionales y al propio sistema productivo, cuya actividad no sólo provoca pérdida de vidas humanas, sino también la muerte o el colapso de la vida del planeta.

Ahora que el sistema económico global se ha reseteado y se está reiniciando por obra y gracia de un microscópico virus no informático sino biológico conocido como COVID-19, alias 'el coronavirus', quizá sea el momento de reflexionar desde los hogares donde estamos confinados si tenemos que seguir siendo culpables de las adicciones que sufrimos individualmente, pero que han sido programadas, impulsadas y organizadas por grandes corporaciones sin otro interés que un absurdo incremento de su beneficio económico y que obtienen manteniendo al conjunto de la sociedad en un estado de semiinconsciencia dependiente, siempre a merced de sus decisiones estratégicas.

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