Prensa y kioscos
Algunas tardes en las que estoy de
paseo por la ciudad me gusta pararme delante de los kioscos de prensa
que aún permanecen abiertos, como quien contempla las ruinas de lo
que fue una hermosa civilización, y nos trasladan a un tiempo pasado
que, en algunos aspectos, nos parece mejor que el presente a quienes
ya peinamos canas, allí donde todavía el escaso pelo de la cabeza
sigue en su sitio.
Recuerdo que a finales de la década de
los 90 y comienzos del actual siglo y milenio en los kioscos no
cabían todos los periódicos y revistas que recibían y se expandían
en derredor con múltiples soportes plegables, dejando mucha
mercancía en el suelo ante la imposibilidad de ubicarla en un lugar
apropiado por su volumen.
Algún que otro kiosquero aparcaba
cerca una furgoneta a modo de almacén para reponer rápidamente las
cabeceras que se iban agotando. Otros no tenían esa oportunidad por
las limitaciones del espacio y las necesidades del tráfico rodado,
por lo que tenían que recurrir a otras estrategias para vender todo
el género que se demandaba en aquella época, en la que los kioscos
eran improvisados templos callejeros de la sabiduría colectiva.
Por los kioscos pasó toda la
revolución tecnológica que disfrutamos hoy en forma de CD-ROM y
DVDs, con los que se actualizaban los sistemas operativos, se
cargaban juegos, se accedía por primera vez a internet y se
instalaban las aplicaciones y programas que hoy descargamos de la red
con naturalidad.
Pedir una revista especializada suponía
para el kiosquero internarse en una jungla de deslumbrantes y
apretujadas portadas multicolores y no digamos si se trataba de un
número atrasado. A veces tenía la impresión de que cuando
regresaba con el ejemplar había envejecido un poco, aunque
probablemente aquel rostro desencajado era el resultado del esfuerzo
mental y físico que había supuesto la búsqueda de un codiciado
tesoro escondido entre una maraña de papel couché y variopintas
promociones, y todo para complacer al cliente.
Los domingos, los kioscos eran una
fiesta del papel, un punto de encuentro donde se intercambiaba no
sólo información, sino también afectos recíprocos. Los vecinos se
arremolinaban entre la media mañana y el mediodía, tiempo que
aprovechaban para comentar novedades personales y familiares, además
de las inevitables referencias a la actualidad del día y de la
semana, como personas conscientes de la realidad social en la que
vivían.
Los periódicos se apilaban por
cabeceras formando tongas y alguna que otra columna, ya que a primera
hora destacaban las más leídas y con más páginas, gracias a una
generosa contratación publicitaria, no sólo por parte de empresas,
sino también por particulares, que aprovechaban la elevada audiencia
para poner anuncios por palabras para demandar u ofrecer productos y
servicios a la ciudadanía.
Por la tarde sólo quedaban los restos
de aquella eclosión informativa allí donde quedaba abierto algún
kiosco, como en la Rambla o en la Alameda de la capital tinerfeña,
pero todavía había quien aprovechaba para llevarse alguna
publicación destinada a una lectura sosegada, porque una buena parte
de las cabeceras incluía entre sus contenidos análisis por parte de
firmas de prestigio y expertos que requerían de cierta concentración
para aprovechar aquellos valiosos conocimientos.
Ahora, por las tardes, en aquellos
mismos lugares, los periódicos brillan por su ausencia. Desde lejos
sólo se ven revistas y, en uno de los emplazamientos, también
prensa internacional como reclamo para los turistas procedentes de
los cruceros que atracan en el puerto santacrucero. La escasa o nula
visibilidad de las cabeceras locales o nacionales no se debe a que se
hubieran agotado los ejemplares en los casos observados, sino al
criterio de los vendedores, ya que al acercarse sí se pueden ver los
periódicos que quedan, que forman un conjunto un tanto desangelado
si lo comparamos con la pluralidad y diversidad de la oferta de
antaño.
La industria periodística lleva una
década sumida en una profunda crisis y la sostenibilidad de los
proyectos de comunicación todavía no está garantizada, ni para los
medios convencionales ni para los digitales. Perder el escaparate de
los kioscos no beneficia a nadie y menos aún a los kiosqueros, que
no deberían rendirse, sino reinventarse y buscar también fórmulas
para modernizarse y recuperar el protagonismo que tuvieron en su día,
aunque con muchas menos publicaciones.
Si comparamos la situación del sector
de la prensa convencional ligada al papel con la del libro impreso
comprobamos que ambos sectores editoriales han sufrido la crisis de
forma diferente para dos soportes parecidos. Quizá habría que
comenzar a plantearse que la solución no sólo puede estar en las
redacciones, ni en los departamentos de marketing o de publicidad de
los periódicos, sino en también en los puntos de venta.
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