Hero, yero: Brillante, luminoso (manantial)

Las palabras guanches encierran una singular magia y un gran misterio, que las convierten en puro arte. Cuando más las conozco, más apasionante me resulta tratar de descifrar todo su complejo significado, que trasciende el simple uso práctico, para adentrarse en lo más profundo de la belleza metafórica.

No es tan sólo por su origen ancestral y prácticamente desconocido, lo que añade un punto más de atractivo por el importante nivel cultural del pueblo que las creó y al que no conseguimos todavía igualar para entenderlo, sino por el uso literario más o menos reciente que se hace de ellas, sobre todo por parte de los escritores contemporáneos de las Islas Canarias, entre los que me viene a la mente Víctor Álamo y su magnífica colección narrativa, o Roberto Cabrera y su extraordinario volumen de relatos titulado 'Viaje a Hero'.

Precisamente, la palabra Hero constituye un ejemplo de su excepcional valor. Con ella, los bimbaches daban nombre a la isla que actualmente se denomina El Hierro, según testimonios recogidos por distintos autores e investigadores, que también dejaron constancia de su posible significado como manantial, fuente o poza de agua.

Si, como sostienen algunos teóricos, el nombre de Hierro proviene de Hero, eso podría significar que la pronunciación de la 'h', por parte de los naturales de aquella isla en los siglos XIV y posteriores, no fuera muda, ni tampoco con sonido de jota, como se le atribuye, sino que se parecería más al sonido de la 'll' o de la 'y', lo que abre un nuevo abanico de posibilidades.

Porque en Tenerife, por ejemplo, termina en 'yero' el último volcán que emergió en esta isla, en 1909, el Chinyero, cuyo significado podría ser el de fuente o manantial de piedras, lo que cuadra bastante con algunas de las características más visibles de un proceso eruptivo.

Pero, ¿qué pueden tener en común una erupción volcánica o sus consecuencias geológicas con el fluir del agua o su estancamiento? Lo primero que se me ocurre es el brillo y la luminosidad.

Las veces que he podido recorrer las proximidades del Chinyero, mi vista no puede dejar de admirar el brillo que desprenden los oscuros basaltos de las coladas petrificadas de lava, posiblemente por la presencia de infinidad de minúsculos cristales de olivina, recuerdo de las incandescencias magmáticas, que tan espectaculares debieron ser durante las nueve noches que duró la erupción.

Sin embargo, creo que el brillo de Hero no procede del subsuelo, sino del cielo. O quizá sería mejor decir: de la confluencia de cielo y tierra, de aquella maravilla de la naturaleza alabada por todos los cronistas que la contemplaron y describieron a partir del siglo XV y amada por los bimbaches como a su propia vida: el Garoé, Garao o Gan, tres nombres diferentes para describir las cualidades de un mismo árbol sagrado.

Creo todos compartimos alguna visión común sobre el reflejo de la luz en el agua: el rocío mañanero sobre hierba o musgo, el goteo desde un caño a una pila que acaba en hilo de perlas iluminadas por unos rayos de sol, los mismos que convierten en precioso collar (para cuellos imposibles) el agua pegada a los hilos de una tela de araña o en espejo la superficie de una charca.

Imaginen entonces a ese magnífico y gigantesco ejemplar de tilo, con sus hojas de verde intenso y puede que con barbas de líquenes colgando de las ramas, que se alzaba hasta las nubles para capturar la bruma que recorría el Atlántico hasta que penetraban en ella algunos atrevidos rayos del sol, que abrían un creciente haz de luz, que encendía como si fueran chispas todas las gotas e hilos colgantes de agua que condensaba el santo árbol.

Imaginen que el haz de luz comienza a multiplicarse entre las nubes y a reflejarse en todas las partículas y volúmenes de agua que se encontraran sobre el suelo y la vegetación de Hero, y que no hiciera falta ascender a tres mil metros sobre la isla para contemplar ese maravilloso espectáculo, sino que tenemos entradas de primera fila para admirarlo, aunque de forma parcial y en momentos imprevisibles, tras el amanecer o al atardecer después de la sorimba o la lluvia, durante días, meses y años sucesivos, en Tifirabe, Tincoda, Tejeguate, Echedo, Adesaque, Tenesedra, Afotasa, Erese, Tesbabo, Arema, Tesine, Asofa, Bentenama, Tamuica, Bintacaque, Carcasgua, Mencáfete, Tegoray, Mequena, Julan, Sanajonjase, Tegorín, Tejidote, Guarazoca, Tisamade, Gueltepelte, Tinagana, Menfede, Ajare, Tinesdra, Nisdafe, Gueres, Taguasinte, Taibique, Tamaduste, Tamojuerco, Tejeleita, Timijiraque, Tesenaita, Timarasene, Tincoda, Tiñor, Isora, El Mocanal, Asábanos o desde cualquier lugar de El Golfo, o de la cumbre, dentro y fuera del triángulo con vértices en Orchilla, La Restinga y La Caleta.

Cualquier enclave sería privilegiado para contemplar esa hipnótica escena y exclamar: ¡Hero! ¡La Isla que brilla con prodigiosa intensidad dentro del espejo océano que la rodea!

Como explican algunos pasajes de la mitología clásica, cualquier pastor de cabras posee mayor sabiduría que el resto de los mortales, porque ve y experimenta sensaciones que no consiguen transmitir los libros ni la tradición oral, ni aparecen en las televisiones ni en las pantallas de de los modernos aparatos tecnológicos que pretenden comunicarnos entre nosotros, pero que nos alejan de los (cono)cimientos de una naturaleza que no quiere dejar de asombrarnos... si la dejamos.

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