Chamaxicagh: Maternidad
Quizá pueda parecer extraño que un hombre escriba sobre la maternidad, algo que no puede experimentar en su propio cuerpo. Pero creo que esta situación no es equiparable, por ejemplo, a alguien que habla, aconseja o pontifica sobre las relaciones de pareja, cuando es célibe o mantiene (presuntamente) voto de castidad.
Entiendo que las cuestiones que afectan al sexo femenino deben ser resueltas por las propias mujeres, porque son las únicas que pueden decidir sobre los asuntos que les conciernen. Pero en el caso de la maternidad, creo que , al menos, puedo aportar algo en condición de hijo.
Pienso que la maternidad debe ser una elección libre. Que una mujer no está obligada a ser madre por haber nacido mujer y cada persona debe valorar si quiere o no tener descendencia biológica o adoptar, y que cualquiera de las opciones es igualmente válida, lo que en algunas culturas y entornos sociales no se respeta, por lo que la mujer es tratada como mercancía embarazable para la perpetuación de un linaje, que suele ser tan absurdo como irreal.
Que habitar durante nueve meses, semana arriba semana abajo, el vientre de una mujer que ha elegido ser madre voluntariamente constituye un privilegio que nunca seremos capaces de agradecer lo suficiente sus hijos, al menos los varones. Y si a eso añadimos, tras el nacimiento, las caricias, los besos, los abrazos, la cálida lactancia, y todo el AMOR que nos proporcionan, la suma de todo ello arroja un resultado tan abrumador, que se convierte en una deuda imposible de pagar.
Pero ellas no quieren que les devolvamos nada, sino que, según vamos creciendo, cada vez van dándonos más y más dosis ilimitadas de cariño, enseñanzas, comprensión, la mejor comida del mundo y, cuando pueden, hasta nos permiten caprichos innecesarios para vernos felices. Y todo eso, incluso cuando las hormonas nos impulsan a iniciar una rebelión adolescente en el camino de la autoafirmación.
Y siguen sin parar de querernos, guiarnos e intentar cuidarnos cuando ya hemos abandonado el nido, porque no entienden que pueda ser de otra manera. Y es entonces cuando comprendemos que jamás podremos darles lo que ellas nos han dado y que nuestra alegría es la mayor recompensa a un esfuerzo, que no ha parecido tal, pero que soporta grandes sacrificios.
Y lo podemos volver a apreciar los hombres, cuando vemos a nuestras mujeres hacer lo mismo con nuestros hijos e hijas, y como esa, para nosotros, nueva situación, produce una complicidad intergeneracional entre madres de diferentes épocas, con diferentes medios y conocimientos, pero unidas por esa gran pasión que significa generar vida.
Un error muy común es añadir adjetivos a las madres, como los típicos de posesiva o desapegada, y que obedece a la necesidad del ser humano de clasificarlo todo y categorizarlo para entender lo que acontece a su alrededor, lo que siempre resulta inexacto, pero nos deja más tranquilos en nuestra manifiesta imperfección. Al menos para mí, la principal característica común a todas las madres que conozco es la de ser únicas e irrepetibles, como debiera ser cada persona, con sus virtudes y defectos.
Y a esta singularidad, que pretende ser complementaria y no excluyente, se añaden otras cualidades merecedoras de los mayores elogios y reconocimientos. Sobre todo que, cuando una mujer decide ser madre, no deja de serlo hasta su último suspiro y ese estado emocional no puede definirse, sólo sentirse, tratar de compartirlo o, como mínimo, en el caso de los hijos, agradecérselo a la primera oportunidad.
Entiendo que las cuestiones que afectan al sexo femenino deben ser resueltas por las propias mujeres, porque son las únicas que pueden decidir sobre los asuntos que les conciernen. Pero en el caso de la maternidad, creo que , al menos, puedo aportar algo en condición de hijo.
Pienso que la maternidad debe ser una elección libre. Que una mujer no está obligada a ser madre por haber nacido mujer y cada persona debe valorar si quiere o no tener descendencia biológica o adoptar, y que cualquiera de las opciones es igualmente válida, lo que en algunas culturas y entornos sociales no se respeta, por lo que la mujer es tratada como mercancía embarazable para la perpetuación de un linaje, que suele ser tan absurdo como irreal.
Que habitar durante nueve meses, semana arriba semana abajo, el vientre de una mujer que ha elegido ser madre voluntariamente constituye un privilegio que nunca seremos capaces de agradecer lo suficiente sus hijos, al menos los varones. Y si a eso añadimos, tras el nacimiento, las caricias, los besos, los abrazos, la cálida lactancia, y todo el AMOR que nos proporcionan, la suma de todo ello arroja un resultado tan abrumador, que se convierte en una deuda imposible de pagar.
Pero ellas no quieren que les devolvamos nada, sino que, según vamos creciendo, cada vez van dándonos más y más dosis ilimitadas de cariño, enseñanzas, comprensión, la mejor comida del mundo y, cuando pueden, hasta nos permiten caprichos innecesarios para vernos felices. Y todo eso, incluso cuando las hormonas nos impulsan a iniciar una rebelión adolescente en el camino de la autoafirmación.
Y siguen sin parar de querernos, guiarnos e intentar cuidarnos cuando ya hemos abandonado el nido, porque no entienden que pueda ser de otra manera. Y es entonces cuando comprendemos que jamás podremos darles lo que ellas nos han dado y que nuestra alegría es la mayor recompensa a un esfuerzo, que no ha parecido tal, pero que soporta grandes sacrificios.
Y lo podemos volver a apreciar los hombres, cuando vemos a nuestras mujeres hacer lo mismo con nuestros hijos e hijas, y como esa, para nosotros, nueva situación, produce una complicidad intergeneracional entre madres de diferentes épocas, con diferentes medios y conocimientos, pero unidas por esa gran pasión que significa generar vida.
Un error muy común es añadir adjetivos a las madres, como los típicos de posesiva o desapegada, y que obedece a la necesidad del ser humano de clasificarlo todo y categorizarlo para entender lo que acontece a su alrededor, lo que siempre resulta inexacto, pero nos deja más tranquilos en nuestra manifiesta imperfección. Al menos para mí, la principal característica común a todas las madres que conozco es la de ser únicas e irrepetibles, como debiera ser cada persona, con sus virtudes y defectos.
Y a esta singularidad, que pretende ser complementaria y no excluyente, se añaden otras cualidades merecedoras de los mayores elogios y reconocimientos. Sobre todo que, cuando una mujer decide ser madre, no deja de serlo hasta su último suspiro y ese estado emocional no puede definirse, sólo sentirse, tratar de compartirlo o, como mínimo, en el caso de los hijos, agradecérselo a la primera oportunidad.
Gracias por ella, por ellas y por mí.
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