Taohele sat he: ¿Séptimo arte?

Al mirar las carteleras de las salas de cine, me invade cierto sentimiento de nostalgia. Parece que la antigua industria del celuloide se ha fusionado con la de animación y la del espectáculo, para crear un nuevo género de películas, que persigue impactar al espectador con todo tipo de herramientas visuales y sonoras, pero que ha abandonado su propósito inicial de vertebrar propuestas artísticas basadas en el lenguaje audiovisual.

Las producciones comerciales actuales incluyen elementos que proceden de diferentes artes, pero el resultado dista mucho de lo que persigue una creación artística: mostrar o sugerir nuevas y viejas emociones, que sirvan de inspiración para que nuestra vida cotidiana sea más rica.

Cuando veo la enésima reposición de una película de los años 50, 60 ó 70, aprecio en cada escena el intento, a veces no conseguido, de crear un momento artístico, bien por el trabajo de dramatización del actor o actriz, bien por la imagen de la secuencia o por el acompañamiento musical, que en muchas ocasiones suple la falta de talento en la dirección.

Los actores y actrices de ahora se han vuelto inexpresivos e insensibles, cuando antes aparecían como seres torturados por sus propios miedos, por sus debilidades innatas. Eran hombres y mujeres reales, en cierta medida ideales, pero con una misteriosa verdad interior que se percibía a través de sus miradas, de sus gestos, de sus dientes apretados, de sus muecas indelebles de dolor.

Pero los ídolos digitales que aparecen ahora sobre las pantallas comerciales, no participan de los mismos registros interpretativos de los de antaño. En algunos casos, hasta carecen de registros interpretativos. Película tras película clonan el mismo personaje, al igual que los realizadores que les dirigen, que a veces parece que utilizan las tomas falsas de una producción para incluirlas en la siguiente.

Es cierto que hay otro cine, más artístico y humano, que no está destinado a ser un simple éxito o un fracaso de taquilla. Ese cine se hace en todos los países, incluso en Estados Unidos, pero sólo pasa a exhibirse en salas comerciales si obtiene un gran premio en alguno de los grandes festivales internacionales (Cannes, Berlín, Venecia, Donosti, Sundance...) o en los premios que se conceden a sí mismos, y a algunos otros, los profesionales del sector de los principales países desarrollados.

Estas películas pueden verse ocasionalmente en algunas salas, herederas de aquellas antiguas e incómodas de arte y ensayo. Viene a mi memoria, y a la de mi martirizada espalda, la del Colectivo Yaiza-Borges, en Santa Cruz de Tenerife, donde disfruté y sufrí, a partes iguales, las cuatro horas de 'Fanny y Alexander' de Ingmar Bergman.

Más cómodo resultó admirar la obra de Yasuhiro Ozu, hace unos años, en el Espacio Cultural CajaCanarias, en aquel entonces con un presentador de lujo, el cineasta español Víctor Erice, cuya obra está impregnada de la concepción del espacio y el tiempo del realizador japonés.

Quizá la figura artística más conocida que trasciende las taquillas, para ofrecer una forma de entender el cine desde una perspectiva personal, sea Allan Stewart Königsberg, conocido por su sobrenombre de Woody Allen. Sus estrenos en algunas salas de las Islas no duran lamentablemente más de una semana, aunque otras lo alargan algún tiempo más a horas intempestivas, aprovechando los huecos que deja la programación infantil, eufemísticamente denominada como familiar.

Con honrosas excepciones, todo el cine que se nos propone que veamos es infantil. Y las nuevas versiones de antiguas películas, son una traducción a lenguaje infantil de toda la tempestad de sensaciones que trataban de trasladar al público escritores, guionistas y directores de otra época, de otra generación, cuando hacer un nuevo arte, el séptimo, constituía un reto, incluso una obsesión, irrenunciable.

Por eso, cuando algunos intrépidos e inquietos jóvenes canarios tratan de introducirse en la producción audiovisual, en proyectos relacionados con la cultura guanche, no puedo dejar de tener sentimientos contradictorios. Por una parte, de alegría, por comprobar que las nuevas generaciones mantienen vivo el interés por difundir lo poco que sabemos sobre una sociedad milenaria, que durante siglos habitó estas islas. Por otro lado, no puedo dejar de sentir temor, porque a las carencias en el conocimiento de la realidad guanche y a la multitud de intereses creados en torno a esta ignorancia, se suman las propias de la generación actual, que parece haber desistido de explorar nuevas posibilidades creativas en los distintos lenguajes expresivos.

Sobre el sistemáticamente globalizado erial educativo actual, parece una misión de titanes articular una propuesta audiovisual artística local, que no acabe convertida en un simple espectáculo, basado en un pasado que nunca existió. Pero, aún en el caso de que fuera posible tan ardua tarea, ¿sería mayoritariamente entendido ese trabajo, o pasaría desapercibido como la mayoría de las cualificadas manifestaciones literarias, plásticas, escénicas o musicales de los autores canarios?

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