Sociedad en liquidación

Fotograma de la película 'Los Hermanos Marx en el Oeste'

Cuando era pequeño me fascinaban los trenes y todavía hoy lo consiguen. No había ningún tren en la isla, ni tampoco teníamos televisión en casa, pero los veía en los escaparates de las jugueterías durante las navidades y me encantaban, sobre todo cuando se creaba en torno a las vías un paisaje urbano, rural o natural, por donde circulaban las máquinas con sus vagones.

Durante algunos años le pedí a los reyes magos un tren, pero, o no supe explicarme bien, o no tenían recursos para traerme lo que quería. Primero fue una simple locomotora que andaba unos segundos tras darle cuerda. Al año siguiente me trajeron uno que tenía una vía de plástico en forma de círculo, con una locomotora fea que se movía a pilas y un par de vagones igual de feos. Hasta que por fin me dejaron una copia a escala de uno de verdad, de los modelos antiguos de vapor, que circulaba también a pilas por una vía con forma de óvalo, con una desviación para estacionamiento que incluía una estación, también a escala. Además, se podían comprar más raíles y accesorios aparte para hacer más grande la instalación. Me hubiera gustado haberlo montado con el belén, pero no me dejaron en casa.

Y así fui creciendo hasta que se me pasó el entusiasmo, aunque no la ilusión, porque no había mucho espacio en casa y sólo podía ponerlo en el salón-comedor durante unas horas, hasta que tocaba recogerlo y guardarlo para recolocar la mesa y sillas para el almuerzo o la cena. Me hice cómodo y pude comprobar que jugar con la imaginación resultaba tan reconfortante o más que con los juguetes.

Por aquella época desconocía que el ferrocarril era uno de los símbolos de la revolución industrial, un abanderado del progreso económico y social, y mi admiración iría en aumento cuando comencé a verlo a través de las pantallas del cine y de la televisión. Después de eso, no tardé mucho en entrar en un tren y en verlos a tamaño real, rodando sobre las vías o parados en las estaciones. Fue durante un viaje a la Península con mi familia, pero la experiencia venía precedida del vuelo en avión y todo aquello me parecía alucinante. Luego, en Norteamérica, he tenido la oportunidad de ver rodar trenes kilométricos, con contenedores apilados en dos niveles, unos encima de otros, y con varias locomotoras delante, en medio y detrás para poder arrastrar todas esas miles de toneladas de carga.

Pero se estarán preguntando ustedes: ¿Qué tienen que ver los trenes con el título de este comentario, que se parece más a la crónica de una empresa en dificultades financieras que a una cuestión ferroviaria? Pues se trata de una percepción simbólica, de una especie de metáfora de la realidad que nos toca vivir: Creo que la locomotora del liberalismo que guía y arrastra los vagones de la economía global hace tiempo que descarriló y tanto quienes la conducen como quienes ocupan las cabinas de primera, segunda y tercera clases, e incluso los polizones que viajan con el ganado o escondidos entre el equipaje y las viandas, ninguno parece ser consciente de que hace tiempo que se produjo el accidente, porque el tren sigue avanzando sin control por un terreno incierto, hacia un paisaje rocoso de elevadas montañas y profundos barrancos, circulando lejos de la vía y no de manera inercial, sino que incluso aumenta su velocidad hacia el completo desastre.

Lo que sucede actualmente se me asemeja también a lo que pasó en el tren de la película 'Los Hermanos Marx en el Oeste', en la escena en la que Groucho pide más madera y sus hermanos, con ayuda de algunos pasajeros, comienzan a desmontar los vagones para echar esas estructuras protectoras a la caldera, como combustible, para así dar más impulso a la locomotora para que fuera más rápida.

La madera que arde ahora en la caldera del neoliberalismo son los restos del despiece del Estado de Bienestar, en forma de deuda pública que se transfiere al sector privado, pero que luego no regresará a su origen porque las grandes corporaciones van a evitar pagar los impuestos correspondientes a los beneficios que obtienen, a través de diferentes fórmulas de elusión fiscal.

Dentro del actual escenario y del marco de la legislación mercantil, una sociedad anónima o limitada, e incluso una persona física, cuyas deudas superen a su capital social o patrimonio puede solicitar un procedimiento concursal y si no hay posibilidad de que sea viable su proyecto, proceder a la liquidación de sus bienes para cubrir las deudas. Los Estados o las uniones de éstos no son muy diferentes en el modelo liberal, pero esta deuda denominada soberana crece sin límites a toda velocidad.

El Instituto de Finanzas Internacionales hizo público en abril del pasado año un informe en el que revelaba que la deuda mundial (pública y privada) a finales de 2019, antes de la pandemia, había superado el 322 por ciento el producto interior bruto (PIB) anual del planeta y que desde la crisis financiera de 2008 la deuda de los gobiernos se había duplicado en ese período. Pues bien, en un avance del informe que tiene que presentar este año, esa misma entidad afirma que en los seis primeros meses de 2020 el porcentaje de endeudamiento alcanzó ya el 362 por ciento del PIB mundial.

El Fondo Monetario Internacional, por su parte, alertó en octubre último que el coste de afrontar la pandemia elevará el endeudamiento global hasta igualar el tamaño de la economía mundial. La cruda realidad es que con la actual estructura productiva global no vamos a poder pagar la deuda que estamos generando mientras devastamos el planeta. Algo habrá que idear para salir de ésta encrucijada, porque el dinero lo inventamos los humanos como forma de intercambio económico, pero ahora, cuando más tenemos, más debemos, pero ¿a quién? A la naturaleza y a la biodiversidad, seguro; pero ¿a quién más? ¿A quienes imprimen los billetes? ¿A los bancos centrales de los propios Estados que se endeudan? ¿O a los temidos, volátiles y sobrevalorados mercados?

Parece que estamos debiendo por encima de nuestras posibilidades ¡otra vez! Que el dinero no está donde debe estar, ni nos ayuda a superar los problemas organizativos que debemos afrontar como especie y, además, no nos llega para resolver la crisis climática y biológica que hemos provocado durante dos siglos de revolución industrial (la escribo con minúscula adrede).

La solución de los sistemas liberales en esta encrucijada es nombrar uno o varios administradores concursales al margen de los gestores de la empresa o del individuo entrampado, para que negocien quitas en las deudas y reconduzcan la situación. Pero en las democracias presuntamente avanzadas esa decisión sobre la gobernanza política corresponde a los ciudadanos, lo que significa que si los actuales gestores públicos electos no frenan la locomotora, los interesados mercados impondrán su autoridad y nombrarán a quien les parezca, sea competente en la materia o no, para que la acelere. Ese tiempo no parece muy lejano y será entonces cuando las débiles e imperfectas democracias que tanto ha costado consolidar, como cualquier empresa familiar, habrán entrado en fase de disolución y liquidación.


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