El experimento (ciencia ficción)
Cundió la alarma entre aquel heterogéneo grupo multidisciplinar de científicos. Pedían a las computadoras que volvieran a recalcular los datos una y otra vez, incluso utilizaron nuevos procesadores, programas, algoritmos y variables en su afán por encontrar un error humano o metodológico que modificara el resultado de la ecuación. Hasta llegaron a cambiar la ecuación, sin conseguir alterar significativamente el resultado obtenido.
Las conclusiones del estudio realizado
con fondos procedentes de una fundación privada no dejaban lugar a
dudas: Las nuevas generaciones de seres humanos eran menos
inteligentes que sus ancestros. Desde que comenzaron a hacerse
pruebas de inteligencia, a comienzos del siglo XX, las sucesivas
generaciones mostraban cada vez mayores conocimientos y mejores
capacidades cognitivas y de adaptabilidad, pero eso ya no estaba
sucediendo durante la primera década del siglo XXI.
El ser humano había llegado a la cima
de su desarrollo mental, al límite de sus capacidades y éstas
empezaban a decaer. No se lo explicaban, porque el progreso parecía
lógico en un entorno en el que los niños y jóvenes recibían
teóricamente mejor educación y mayores contenidos formativos,
alcanzaban titulaciones académicas de mayor complejidad y
cualificación, cada vez padecían menos enfermedades, se
desarrollaban en ambientes más controlados e higiénicos y tenían
acceso a una mejor nutrición. Entendían que se podría llegar a un
punto en el que no era posible alimentarse mejor ni estar más
saludable y que los niveles medios de inteligencia podrían llegar a
estabilizarse, pero nunca se habían planteado que podían llegar a
descender.
Pidieron ayuda a grupos de
neurocientíficos especializados en el estudio del cerebro, por si
habían detectado alguna modificación sustancial en sus
investigaciones sobre la materia gris durante los últimos años,
pero no consiguieron la respuesta concluyente que necesitaban. Sin
embargo, el trabajo de uno de esos equipos sembró la esperanza.
Aquella investigación había cambiado
la idea de que la inteligencia residía en las neuronas y sus
interconexiones y ponía el foco en otro tipo de células que
habitaban en el cerebro: los astrocitos. Habían comparado cerebros
humanos con los de otros animales y habían comprobado que la
densidad de astrocitos era mayor en el cerebro del ser humano que en
el de otros mamíferos.
Experimentaron con ratones de
laboratorio e inocularon en el cerebro de algunos ejemplares
astrocitos humanos. Lo que sucedió a continuación resultó
asombroso: los astrocitos humanos se desarrollaron en los cerebros de
los ratones hasta llegar a sustituir a los originales y esos roedores
mostraban mejores capacidades que aquellos a los que no se les había
introducido los astrocitos humanos, resolviendo problemas espaciales
como buscar la salida de un laberinto en la mitad de tiempo que los
ratones normales.
Lo siguiente que se plantearon era si
existía alguna otra especie en el planeta que tuviera mayor densidad
de astrocitos en su cerebro que los humanos y procedieron a
investigar a las aves, que tienen capacidades impropias para un
cerebro tan pequeño, como el vuelo. No encontraron diferencias
significativas en las aves domésticas, así que fueron más lejos y
buscaron en un ave diferente: el vencejo africano común, que es
capaz de dormir y volar al mismo tiempo.
El estudio reveló que los astrocitos
de este ave insectívora tenían propiedades cualitativas diferentes
y cuando se los pasaron a los ratones con astrocitos humanos éstos
no los sustituyeron, sino que se sumaron y combinaron, por lo que los
portadores de ambos comenzaron a hacer cosas increíbles, como subir
a la parte alta del laberinto en lugar de buscar la salida a través
de éste o empezar a roer la pared más cercana al exterior del lugar
donde se les dejaba: la combinación les daba la capacidad de buscar
diferentes soluciones a un problema que debía tener una única
solución.
El equipo investigador presentó su
estudio a la fundación privada que lo patrocinaba y pidió fondos
para iniciar la experimentación con humanos, pero fue rechazada su
propuesta. Se cancelaron todas las investigaciones a este respecto y
se indemnizó generosamente a los científicos participantes, que
firmaron contratos de confidencialidad para no divulgar nunca el
contenido último de esos estudios, aunque no pudieron hacer nada con
los anteriores que les precedieron, que ya habían salido publicados
en revista especializadas, donde reposan en el olvido.
Todos aquellos científicos fueron
reclamados para puestos relevantes y magníficamente remunerados en
empresas de biotecnología, dedicadas a desarrollar nuevos proyectos
dentro del campo de la inteligencia artificial. Desde entonces, los
teléfonos son cada vez más inteligentes, como los televisores, los
electrodomésticos, los juguetes, los coches, los aviones, los
satélites, los robots, los edificios, las ciudades... Pero los seres
humanos, tanto en el ámbito individual como en el colectivo, no.
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