Amazi rumanzi: Libre comercio
Aunque el comercio es la base de la actual civilización humana y que intercambiar productos, servicios e ideas ha sido y es más efectivo desde el punto de vista del progreso social que la autarquía o el autoabastecimiento, la organización del comercio tanto a nivel global como local puede producir distorsiones indeseables en las sociedades y no sólo en los mercados o en los precios.
En la teoría económica clásica, el libre comercio sin aranceles es fuente de riqueza para empresas y países, pero, en la práctica, es fuente de profundas desigualdades entre familias de diferentes territorios y entre las élites empresariales y el resto de actores que intervienen en el comercio, especialmente los trabajadores.
El comercio ha sido históricamente favorable a los que disponían de mayores ejércitos o capacidad estratégica y eso no ha cambiado demasiado, si se comprueban los presupuestos militares de las dos naciones con mayor producto interior bruto del planeta, Estados Unidos y China, quienes junto a la Unión Europea concentran más de las tres cuartas partes del gasto mundial en defensa y armamento, mientras que toda el África Subsahariana junta no llega al 1 por ciento global.
Aunque entre los países más desarrollados existen diferencias en lo que se refiere al porcentaje del presupuesto destinado a gastos militares, en líneas generales cuanto más rica es una nación, mayor es la cantidad destinada por habitante a la defensa, aunque existen excepciones más negativas aún, como en el caso de las tiranías, que dedican muchos recursos a defender a sus dirigentes de su propia población y de supuestos enemigos fronterizos tanto o más pobres que ellos.
Dentro de este contexto, hablar de libre comercio parece una quimera, pero voces autorizadas, expertos, grandes empresarios, banqueros, políticos de 'centro' y toda una corriente de pensamiento conocida como neoliberalismo insisten en la necesidad de permitir la libre circulación de bienes y mercancías sin restricciones por casi todo el planeta. ¿Para beneficiar a quién? Dicen que a toda la sociedad, pero ¿por qué no son capaces de convencer a una importante parte de la población, pese a tener todos los argumentos y medios para ello a su alcance?
Quizá sea porque los mismos que defienden el libre comercio quieren recortar los derechos sociales de los trabajadores de las naciones desarrolladas y que los contratos laborales futuros no sean ni fijos ni seguros, como manifestó hace poco el presidente de la CEOE, Juan Rosell, que cree que estas cualidades son "un concepto del siglo XIX" (el liberalismo, en cambio, es un movimiento económico y político 'moderno', nacido 'precozmente' en el siglo XVIII), ya que en el trabajo en los próximos años habrá que "ganárselo todos los días", como sucede en los países asiáticos donde se producen en condiciones casi esclavistas muchos de los productos que compramos ya por internet de forma totalmente libre, porque no existe capacidad de control para tanta mercancía, con los riesgos que ello conlleva de destrucción del tejido productivo y comercial local.
En contra de los que opinan que hay que suprimir los aranceles entre países, yo creo que es necesario mantenerlos o actualizarlos, para facilitar un comercio no sólo libre, sino también justo, porque no se puede competir entre desiguales, como no se puede poner a pelear a un boxeador de peso pesado contra uno de peso pluma, ni enfrentar en un campo de fútbol o una cancha de baloncesto a niños contra adultos, o a profesionales contra aficionados. A eso se llama abuso.
Como mínimo, un arancel tendría que cubrir la diferencia entre las condiciones laborales de producción en dos países diferentes, para que el precio de mercado pueda ser el mismo y que sea el consumidor quien elija. Lo contrario sólo enriquece al empresario o empresarios que intervienen en la transacción, mientras que empobrece a los trabajadores del país importador y mantiene las penosas condiciones laborales de la sociedad menos desarrollada.
El statu quo actual impulsa un falso proyecto de libre mercado, que sólo favorece a monopolios y oligopolios y perjudica a la mayoría de trabajadores, emprendedores y pequeños empresarios del mundo. Por eso no resulta extraño que se produjera en España el movimiento del 15-M, secundado en su quinto aniversario en más de quinientas ciudades del mundo; como tampoco sorprenden las protestas contra la reforma laboral en Francia o el rechazo inicial al TTIP (Tratado Trasatlántico de Comercio e Inversiones) que negocian Estados Unidos y la Unión Europea.
Porque la impresión que queda en amplias capas de la población cuando escuchan hablar sobre libertad comercial, es que ésta se fundamenta sobre la esclavitud laboral, la misma paradoja que determina que el mayor protagonismo de los paraísos fiscales sólo se justifica por el incremento de los infiernos sociales.
En la teoría económica clásica, el libre comercio sin aranceles es fuente de riqueza para empresas y países, pero, en la práctica, es fuente de profundas desigualdades entre familias de diferentes territorios y entre las élites empresariales y el resto de actores que intervienen en el comercio, especialmente los trabajadores.
El comercio ha sido históricamente favorable a los que disponían de mayores ejércitos o capacidad estratégica y eso no ha cambiado demasiado, si se comprueban los presupuestos militares de las dos naciones con mayor producto interior bruto del planeta, Estados Unidos y China, quienes junto a la Unión Europea concentran más de las tres cuartas partes del gasto mundial en defensa y armamento, mientras que toda el África Subsahariana junta no llega al 1 por ciento global.
Aunque entre los países más desarrollados existen diferencias en lo que se refiere al porcentaje del presupuesto destinado a gastos militares, en líneas generales cuanto más rica es una nación, mayor es la cantidad destinada por habitante a la defensa, aunque existen excepciones más negativas aún, como en el caso de las tiranías, que dedican muchos recursos a defender a sus dirigentes de su propia población y de supuestos enemigos fronterizos tanto o más pobres que ellos.
Dentro de este contexto, hablar de libre comercio parece una quimera, pero voces autorizadas, expertos, grandes empresarios, banqueros, políticos de 'centro' y toda una corriente de pensamiento conocida como neoliberalismo insisten en la necesidad de permitir la libre circulación de bienes y mercancías sin restricciones por casi todo el planeta. ¿Para beneficiar a quién? Dicen que a toda la sociedad, pero ¿por qué no son capaces de convencer a una importante parte de la población, pese a tener todos los argumentos y medios para ello a su alcance?
Quizá sea porque los mismos que defienden el libre comercio quieren recortar los derechos sociales de los trabajadores de las naciones desarrolladas y que los contratos laborales futuros no sean ni fijos ni seguros, como manifestó hace poco el presidente de la CEOE, Juan Rosell, que cree que estas cualidades son "un concepto del siglo XIX" (el liberalismo, en cambio, es un movimiento económico y político 'moderno', nacido 'precozmente' en el siglo XVIII), ya que en el trabajo en los próximos años habrá que "ganárselo todos los días", como sucede en los países asiáticos donde se producen en condiciones casi esclavistas muchos de los productos que compramos ya por internet de forma totalmente libre, porque no existe capacidad de control para tanta mercancía, con los riesgos que ello conlleva de destrucción del tejido productivo y comercial local.
En contra de los que opinan que hay que suprimir los aranceles entre países, yo creo que es necesario mantenerlos o actualizarlos, para facilitar un comercio no sólo libre, sino también justo, porque no se puede competir entre desiguales, como no se puede poner a pelear a un boxeador de peso pesado contra uno de peso pluma, ni enfrentar en un campo de fútbol o una cancha de baloncesto a niños contra adultos, o a profesionales contra aficionados. A eso se llama abuso.
Como mínimo, un arancel tendría que cubrir la diferencia entre las condiciones laborales de producción en dos países diferentes, para que el precio de mercado pueda ser el mismo y que sea el consumidor quien elija. Lo contrario sólo enriquece al empresario o empresarios que intervienen en la transacción, mientras que empobrece a los trabajadores del país importador y mantiene las penosas condiciones laborales de la sociedad menos desarrollada.
El statu quo actual impulsa un falso proyecto de libre mercado, que sólo favorece a monopolios y oligopolios y perjudica a la mayoría de trabajadores, emprendedores y pequeños empresarios del mundo. Por eso no resulta extraño que se produjera en España el movimiento del 15-M, secundado en su quinto aniversario en más de quinientas ciudades del mundo; como tampoco sorprenden las protestas contra la reforma laboral en Francia o el rechazo inicial al TTIP (Tratado Trasatlántico de Comercio e Inversiones) que negocian Estados Unidos y la Unión Europea.
Porque la impresión que queda en amplias capas de la población cuando escuchan hablar sobre libertad comercial, es que ésta se fundamenta sobre la esclavitud laboral, la misma paradoja que determina que el mayor protagonismo de los paraísos fiscales sólo se justifica por el incremento de los infiernos sociales.
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