Agualechu: Autocensura
La autocensura no constituye un defecto exclusivo de los medios o de los profesionales de comunicación, aunque sea más visible dentro de este sector, porque dirige sus mensajes al conjunto de la opinión pública.
A título personal, todos nos hemos mordido alguna vez la lengua, porque creemos que si decimos aquello que pensamos o sentimos, esa frase o frases tristemente abortadas podrían perjudicarnos en el futuro. He escuchado a muchos afirmar que somos esclavos de nuestras palabras y dueños de nuestros silencios, aunque también existe la extendida convicción de que quien calla, otorga.
Lo que sucede es que si optamos por no expresar a menudo una opinión a contracorriente o dejamos de compartir la información que conocemos acabamos por convertirnos en personas (físicas o jurídicas) sin identidad, sin capacidad de influencia, sin pasión, en definitiva, sin alma.
Por eso muy pocos tienen la valentía de reconocer que se autocensuran, porque eso equivale a confesar que viven a merced del criterio o de los intereses ajenos, en vez de tener una voz propia, singular y crítica respecto a lo que nos sucede a diario.
Por eso la autocensura se viste con dos disfraces diferentes, la ideología y las leyes del mercado, que en ocasiones se solapan y ofrecen un espectáculo grotesco. La ideología resulta muy cómoda, permite apreciar todo bajo un prisma único y rechazar todo aquello que no encaja dentro de ese encuadre, hasta llegar incluso a borrarlo, aunque ocupe el primer plano de la actualidad, como ocurre con la corrupción política.
Pero peor aún son las leyes de mercado, que nadie ha enunciado, ni promulgado, pero que son algo así como la Ley de la Gravedad de Newton, que son inalterables y que en este planeta lo mueven todo en una sola dirección: hacia abajo.
Y en ese sentido caminan la mayoría de los proyectos y empresas de la comunicación, que poco a poco van perdiendo audiencia, ingresos y, lo que es peor, credibilidad.
El reto de los medios y de los profesionales de la comunicación en esta nueva etapa histórica no consiste en nadar entre las contaminadas aguas de vetustas y sectarias ideologías o creencias, ni en sumergirse hacia lo profundo para mitigar las continuas turbulencias de unos erráticos mercados.
El futuro reside en la capacidad de volar por encima de éstas dos poderosas fuerzas y compartir con el resto de la sociedad todo aquello que somos capaces de observar con nuestros limitados ojos e interpretar con nuestros limitados conocimientos, a riesgo incluso de equivocarnos.
Al igual que los insectos, los pájaros, los murciélagos, los helicópteros y los aviones consiguen vencer la fuerza de la gravedad con mucho ingenio e inteligencia, el periodismo y las empresas informativas van a tener que fabricarse unas alas o mecanismos de credibilidad más resistentes y flexibles, si quieren sobrevivir en el entorno cada vez más cambiante y tempestuoso que se avecina, porque, de lo contrario, acabarán por naufragar, hundirse o extinguirse.
Y entonces no quedará nadie que pueda contarlo. Y si queda, no lo van a creer, porque las ideologías y los mercados habrán borrado del encuadre global cualquier posible signo de percepción de nuestra existencia como profesionales o empresas independientes, si alguna vez lo fuimos.
A título personal, todos nos hemos mordido alguna vez la lengua, porque creemos que si decimos aquello que pensamos o sentimos, esa frase o frases tristemente abortadas podrían perjudicarnos en el futuro. He escuchado a muchos afirmar que somos esclavos de nuestras palabras y dueños de nuestros silencios, aunque también existe la extendida convicción de que quien calla, otorga.
Lo que sucede es que si optamos por no expresar a menudo una opinión a contracorriente o dejamos de compartir la información que conocemos acabamos por convertirnos en personas (físicas o jurídicas) sin identidad, sin capacidad de influencia, sin pasión, en definitiva, sin alma.
Por eso muy pocos tienen la valentía de reconocer que se autocensuran, porque eso equivale a confesar que viven a merced del criterio o de los intereses ajenos, en vez de tener una voz propia, singular y crítica respecto a lo que nos sucede a diario.
Por eso la autocensura se viste con dos disfraces diferentes, la ideología y las leyes del mercado, que en ocasiones se solapan y ofrecen un espectáculo grotesco. La ideología resulta muy cómoda, permite apreciar todo bajo un prisma único y rechazar todo aquello que no encaja dentro de ese encuadre, hasta llegar incluso a borrarlo, aunque ocupe el primer plano de la actualidad, como ocurre con la corrupción política.
Pero peor aún son las leyes de mercado, que nadie ha enunciado, ni promulgado, pero que son algo así como la Ley de la Gravedad de Newton, que son inalterables y que en este planeta lo mueven todo en una sola dirección: hacia abajo.
Y en ese sentido caminan la mayoría de los proyectos y empresas de la comunicación, que poco a poco van perdiendo audiencia, ingresos y, lo que es peor, credibilidad.
El reto de los medios y de los profesionales de la comunicación en esta nueva etapa histórica no consiste en nadar entre las contaminadas aguas de vetustas y sectarias ideologías o creencias, ni en sumergirse hacia lo profundo para mitigar las continuas turbulencias de unos erráticos mercados.
El futuro reside en la capacidad de volar por encima de éstas dos poderosas fuerzas y compartir con el resto de la sociedad todo aquello que somos capaces de observar con nuestros limitados ojos e interpretar con nuestros limitados conocimientos, a riesgo incluso de equivocarnos.
Al igual que los insectos, los pájaros, los murciélagos, los helicópteros y los aviones consiguen vencer la fuerza de la gravedad con mucho ingenio e inteligencia, el periodismo y las empresas informativas van a tener que fabricarse unas alas o mecanismos de credibilidad más resistentes y flexibles, si quieren sobrevivir en el entorno cada vez más cambiante y tempestuoso que se avecina, porque, de lo contrario, acabarán por naufragar, hundirse o extinguirse.
Y entonces no quedará nadie que pueda contarlo. Y si queda, no lo van a creer, porque las ideologías y los mercados habrán borrado del encuadre global cualquier posible signo de percepción de nuestra existencia como profesionales o empresas independientes, si alguna vez lo fuimos.
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