Huiraben: Desnudos (pieles luminosas)
Todos los seres humanos nacemos desnudos. Muchas otras especies también, pero la mayoría de las que habitan sobre la tierra acaban cubiertas de pelos o plumas para protegerse de las inclemencias del tiempo. Bajo el mar las cosas son diferentes y hay de todo, pero mamíferos tan queridos como los delfines parecen haber preferido también mantener la desnudez en su evolución.
Reconozco que la desnudez humana me desconcierta desde el punto de vista biológico. ¿Permanecemos desnudos porque es la forma de recordarnos que somos una especie prematura e inmadura? ¿Vamos a convertirnos en anfibios? ¿Es la desnudez la mejor forma de adaptarnos a un entorno que desconocemos? ¿O se trata de un compendio de todo lo anterior?
Si observamos cómo se comportan muchas personas durante el verano, cuando se dirigen en masa a zonas costeras o fluviales para tumbarse al sol y entrar y salir del agua constantemente, podríamos deducir que a una buena parte de la humanidad nos gustaría ser anfibios. Aunque, si tenemos en cuenta que esa práctica se realiza de forma esporádica algunos fines de semana y durante el mes de vacaciones, no creo que avancemos mucho en ese sentido.
Nuestras costumbres se asemejan más a las de los hipopótamos, parientes lejanos de los cetáceos, y que también andan escasos de pelo. Aunque viendo la evolución de sus primos, parece que la característica anfibia no está reservada para los mamíferos y que siempre, aunque en el futuro vivamos dentro del mar, de lagos o de ríos, vamos a tener que salir a la superficie a respirar aire.
A pesar de tener cuerpos desnudos (algunos más que otros, todo hay que decirlo), la inmensa mayoría nos cubrimos con telas o pieles de otros animales, en principio, para ayudarnos a sobrellevar los cambios de temperatura, la lluvia o el viento.
Sin embargo hay sociedades que no lo hacen, o tan sólo mínimamente. Como mucho, tapan o decoran alguna parte de su cuerpo, sobre todo aquella próxima a sus órganos sexuales o el ano (como muchos occidentales en verano). Esta opción puede deberse más a cuestiones higiénicas que morales, religiosas o ideológicas, para prevenir infecciones y la molesta acción de los insectos, ya que hay mucha mosca cojonera suelta por el planeta. Estas culturas suelen encontrarse en zonas de América, Asia y África, caracterizadas por un clima benigno o cuanto menos cálido, y cuyos integrantes suelen dedicarse a tareas de caza y recolección.
Aparentemente, a medida que el ser humano cambia de actividad, aumenta la parte del cuerpo que tapa. Así, las sociedades agrícolas y ganaderas próximas a las de los cazadores-recolectores comienzan por cubrir sus piernas con faldas o pantalones, dejando libre el torso tanto para hombres como para mujeres.
Es cierto que algunas antiguas culturas agrícolas y ganaderas cubren por entero a hombres y mujeres, pero creo que vestirse de cuerpo entero es una iniciativa que tiene mucho que ver con la actividad comercial, porque es la manera de separar la mercancía que se quiere ofrecer de lo que no es objeto de trato. Y en eso se diferenciaba el esclavo o esclava que estaba en venta del dueño que trataba de hacer negocio con él o ella, sin olvidar que también podían ser ofrecidos temporalmente para el ejercicio de la prostitución.
Por eso, durante muchos siglos, para algunas sociedades que se consideraban más desarrolladas, el desnudo significó primitivismo o esclavitud y los hombres libres eran los que se vestían y, cuanto más ricos, mejor o de forma más llamativa, para que quedara claro ese estatus, bendecido y sacralizado por la religión oficial.
Solo había un pero: la belleza del desnudo humano. A griegos y romanos no les importó llenar de estatuas de hombres y mujeres desnudos sus espacios públicos, ni pintarlos en frescos y mosaicos para que decoraran diferentes edificios de uso colectivo, aunque resultara contradictorio con algunos de sus hábitos sociales. Con esas expresiones, nos recuerdan aún hoy que la belleza también es poder y la atracción por la belleza ha ocasionado a lo largo de la historia numerosas guerras y cruentos cambios en los gobiernos.
Por eso, el cristianismo renunció a mostrar la belleza humana en todo su esplendor en sus iconos y circunscribió los desnudos a los cuerpos torturados de Jesucristo en la cruz y de sus seguidores martirizados, y a los senos maternales de María. El Islam fue aún más lejos y todavía prohíbe cualquier representación humana, ya sea vestida o desnuda.
¿Y fueron mejores las sociedades que reprimieron la expresión de la belleza humana? ¿Hubieron menos guerras? ¿Recibieron mejor trato hombres y mujeres? La historia nos demuestra que no fueron mejores, que siguieron habiendo guerras y cometiéndose atrocidades. Incluso puede afirmarse que constituyeron un atraso en el plano científico, ya que si no puedes dibujar un cuerpo desnudo para describirlo, ¿cómo puedes luego investigar para sanarlo cuando sufra una enfermedad? Claro que según estas creencias, nuestra salud está en manos de dios, no en las nuestras.
Tenemos que estar agradecidos a varias generaciones de comerciantes mediterráneos que se rebelaron de manera inteligente contra esta situación y posibilitaron que surgiera un movimiento creativo tan trascendental que fue acertadamente denominado como Renacimiento, con el que la belleza humana ha podido volver a ser admirada en toda su plenitud y con todas sus consecuencias, que, como se puede apreciar por nuestro nivel de desarrollo, son más positivas que negativas en la actualidad, aunque aún queda mucho por hacer.
Cuando veo a esas mujeres completamente tapadas, con un velo sobre su nariz y boca, o aquellas que son obligadas a enfundarse un burka, mientras los hombres que conviven con ellas no tienen problema en exhibir su pelo o su rostro al completo, percibo una nueva forma de esclavitud que afecta sólo al género femenino y que se expresa como un injusto rechazo a su belleza y al poder que emana de ésta.
La belleza de nuestro desnudo es el motor que ha conseguido cambiar para mejor el mundo y cuando más desnudos estamos parecemos mejores personas, como si recuperáramos nuestra infancia más feliz. El vestido oculta, en muchas ocasiones, lo peor de nosotros, el arma con la que queremos destruir al prójimo, que no siempre es un cuchillo o una pistola, sino que basta que sea un simple bolígrafo o pluma, utilizada para estampar una sencilla firma, sobre un documento, en un despacho.
No se trata de pedir al tuareg que se suba desnudo al camello para atravesar el Sahara y que caiga sobre su piel un tórrido viento lleno de partículas a más de cincuenta grados. Ni al inuit que renuncie a su atuendo de pieles para que se congele a bajo cero. Se trata de no tolerar cualquier discriminación por una cuestión de vestuario y de impedir que se nos imponga una forma medieval de vivir no ya nuestra vida, sino la del vecino. Porque la injusticia y la ignorancia, como la maldad, también son contagiosas.
No me imagino un mundo donde no se pueda contemplar libremente el cuadro de la maja desnuda de Francisco de Goya y Lucientes, que para mí es el paradigma de la belleza contemporánea, no tanto por sus formas, la composición de la escena o por esos ojos que miran directamente a los del espectador, como por la luz que emana de su piel.
La misma luminosa piel que inunda playas y piscinas durante el verano en busca de unos rayos de sol que la descubran, la hagan más brillante y, en muchos casos, cercana al oro otoñal que se aproxima.
Reconozco que la desnudez humana me desconcierta desde el punto de vista biológico. ¿Permanecemos desnudos porque es la forma de recordarnos que somos una especie prematura e inmadura? ¿Vamos a convertirnos en anfibios? ¿Es la desnudez la mejor forma de adaptarnos a un entorno que desconocemos? ¿O se trata de un compendio de todo lo anterior?
Si observamos cómo se comportan muchas personas durante el verano, cuando se dirigen en masa a zonas costeras o fluviales para tumbarse al sol y entrar y salir del agua constantemente, podríamos deducir que a una buena parte de la humanidad nos gustaría ser anfibios. Aunque, si tenemos en cuenta que esa práctica se realiza de forma esporádica algunos fines de semana y durante el mes de vacaciones, no creo que avancemos mucho en ese sentido.
Nuestras costumbres se asemejan más a las de los hipopótamos, parientes lejanos de los cetáceos, y que también andan escasos de pelo. Aunque viendo la evolución de sus primos, parece que la característica anfibia no está reservada para los mamíferos y que siempre, aunque en el futuro vivamos dentro del mar, de lagos o de ríos, vamos a tener que salir a la superficie a respirar aire.
A pesar de tener cuerpos desnudos (algunos más que otros, todo hay que decirlo), la inmensa mayoría nos cubrimos con telas o pieles de otros animales, en principio, para ayudarnos a sobrellevar los cambios de temperatura, la lluvia o el viento.
Sin embargo hay sociedades que no lo hacen, o tan sólo mínimamente. Como mucho, tapan o decoran alguna parte de su cuerpo, sobre todo aquella próxima a sus órganos sexuales o el ano (como muchos occidentales en verano). Esta opción puede deberse más a cuestiones higiénicas que morales, religiosas o ideológicas, para prevenir infecciones y la molesta acción de los insectos, ya que hay mucha mosca cojonera suelta por el planeta. Estas culturas suelen encontrarse en zonas de América, Asia y África, caracterizadas por un clima benigno o cuanto menos cálido, y cuyos integrantes suelen dedicarse a tareas de caza y recolección.
Aparentemente, a medida que el ser humano cambia de actividad, aumenta la parte del cuerpo que tapa. Así, las sociedades agrícolas y ganaderas próximas a las de los cazadores-recolectores comienzan por cubrir sus piernas con faldas o pantalones, dejando libre el torso tanto para hombres como para mujeres.
Es cierto que algunas antiguas culturas agrícolas y ganaderas cubren por entero a hombres y mujeres, pero creo que vestirse de cuerpo entero es una iniciativa que tiene mucho que ver con la actividad comercial, porque es la manera de separar la mercancía que se quiere ofrecer de lo que no es objeto de trato. Y en eso se diferenciaba el esclavo o esclava que estaba en venta del dueño que trataba de hacer negocio con él o ella, sin olvidar que también podían ser ofrecidos temporalmente para el ejercicio de la prostitución.
Por eso, durante muchos siglos, para algunas sociedades que se consideraban más desarrolladas, el desnudo significó primitivismo o esclavitud y los hombres libres eran los que se vestían y, cuanto más ricos, mejor o de forma más llamativa, para que quedara claro ese estatus, bendecido y sacralizado por la religión oficial.
Solo había un pero: la belleza del desnudo humano. A griegos y romanos no les importó llenar de estatuas de hombres y mujeres desnudos sus espacios públicos, ni pintarlos en frescos y mosaicos para que decoraran diferentes edificios de uso colectivo, aunque resultara contradictorio con algunos de sus hábitos sociales. Con esas expresiones, nos recuerdan aún hoy que la belleza también es poder y la atracción por la belleza ha ocasionado a lo largo de la historia numerosas guerras y cruentos cambios en los gobiernos.
Por eso, el cristianismo renunció a mostrar la belleza humana en todo su esplendor en sus iconos y circunscribió los desnudos a los cuerpos torturados de Jesucristo en la cruz y de sus seguidores martirizados, y a los senos maternales de María. El Islam fue aún más lejos y todavía prohíbe cualquier representación humana, ya sea vestida o desnuda.
¿Y fueron mejores las sociedades que reprimieron la expresión de la belleza humana? ¿Hubieron menos guerras? ¿Recibieron mejor trato hombres y mujeres? La historia nos demuestra que no fueron mejores, que siguieron habiendo guerras y cometiéndose atrocidades. Incluso puede afirmarse que constituyeron un atraso en el plano científico, ya que si no puedes dibujar un cuerpo desnudo para describirlo, ¿cómo puedes luego investigar para sanarlo cuando sufra una enfermedad? Claro que según estas creencias, nuestra salud está en manos de dios, no en las nuestras.
Tenemos que estar agradecidos a varias generaciones de comerciantes mediterráneos que se rebelaron de manera inteligente contra esta situación y posibilitaron que surgiera un movimiento creativo tan trascendental que fue acertadamente denominado como Renacimiento, con el que la belleza humana ha podido volver a ser admirada en toda su plenitud y con todas sus consecuencias, que, como se puede apreciar por nuestro nivel de desarrollo, son más positivas que negativas en la actualidad, aunque aún queda mucho por hacer.
Cuando veo a esas mujeres completamente tapadas, con un velo sobre su nariz y boca, o aquellas que son obligadas a enfundarse un burka, mientras los hombres que conviven con ellas no tienen problema en exhibir su pelo o su rostro al completo, percibo una nueva forma de esclavitud que afecta sólo al género femenino y que se expresa como un injusto rechazo a su belleza y al poder que emana de ésta.
La belleza de nuestro desnudo es el motor que ha conseguido cambiar para mejor el mundo y cuando más desnudos estamos parecemos mejores personas, como si recuperáramos nuestra infancia más feliz. El vestido oculta, en muchas ocasiones, lo peor de nosotros, el arma con la que queremos destruir al prójimo, que no siempre es un cuchillo o una pistola, sino que basta que sea un simple bolígrafo o pluma, utilizada para estampar una sencilla firma, sobre un documento, en un despacho.
No se trata de pedir al tuareg que se suba desnudo al camello para atravesar el Sahara y que caiga sobre su piel un tórrido viento lleno de partículas a más de cincuenta grados. Ni al inuit que renuncie a su atuendo de pieles para que se congele a bajo cero. Se trata de no tolerar cualquier discriminación por una cuestión de vestuario y de impedir que se nos imponga una forma medieval de vivir no ya nuestra vida, sino la del vecino. Porque la injusticia y la ignorancia, como la maldad, también son contagiosas.
No me imagino un mundo donde no se pueda contemplar libremente el cuadro de la maja desnuda de Francisco de Goya y Lucientes, que para mí es el paradigma de la belleza contemporánea, no tanto por sus formas, la composición de la escena o por esos ojos que miran directamente a los del espectador, como por la luz que emana de su piel.
La misma luminosa piel que inunda playas y piscinas durante el verano en busca de unos rayos de sol que la descubran, la hagan más brillante y, en muchos casos, cercana al oro otoñal que se aproxima.
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