Rumaten: Números
A los números hay que tenerles mucho respeto. Suelen ser fuente de conflictos y son capaces de transformar la realidad, como bien expresa esa famosa frase tantas veces utilizada (quizá demasiadas), que afirma que "una mentira mil veces repetida se convierte en una verdad".
Esta frase probablemente sea falsa, pero ya no precisa de comprobación empírica, porque su abusivo uso la ha convertido en una verdad relativa, como la gran mayoría de las certezas actuales, especialmente las referidas al ámbito de las relaciones sociales.
Los problemas que generan los números es que tienen a ser considerados como sustantivos, cuando no dejan de ser simples adjetivos 'cuantificatativos'. Si se miran uno a uno, resultan hasta despreciables, pero cuando se agrupan y empiezan a sumarse y a multiplicarse unos con otros, llegan a parecer invencibles.
¿Qué puede hacer un pobre ser humano frente a miles de millones, billones o trillones de lo que sea? Realmente acojona una cifra tan grande, inmensa, inabarcable.
Pensemos, por ejemplo, en una cantidad, que acompañada de algo material o inmaterial, pueda llegar a provocar escándalo: dos mil ciento ochenta y cuatro billones (2.184.000.000.000.000) de dólares. Es muchísimo dinero. Pongamos que esa cantidad sea la riqueza mundial acumulada hasta 2015. Si la comparamos con los dieciocho billones del producto interior bruto (el valor de los bienes y servicios que van a producir u ofrecer este año) de cada una de las dos mayores economías mundiales, EE UU y China, se nos antoja como una cifra aún más impresionante. Y si la comparamos con el patrimonio del hombre más rico del mundo, Bill Gates, situado entre los 84 y los 79 mil millones (según se consulte la lista de Bloomberg o la de Forbes), intimida todavía más. Con mi patrimonio no lo puedo relacionar, porque es negativo: debo más de lo que tengo, como la gran mayoría de personas, y para pagar esa deuda tengo que trabajar duro durante los próximos años.
Pero si, como dicen las estadísticas, al menos el 80 por ciento de la población mundial está en la misma o peor situación que yo, ¿Dónde está todo ese dinero? ¿Quiénes lo atesoran? Y lo que es más importante ¿Para qué lo utilizan?
Porque un dólar es, a simple vista, poca cosa: un pedazo de papel con dibujos pintados con los colores verde y negro, a los que se añaden algunas marcas de seguridad para dificultar su falsificación. Pero luego resulta que uno de esos insignificantes trozos de papel puede dar de comer a una familia completa de cualquier continente que está pasando hambre. Por tanto, no posee un valor real, sino un valor simbólico.
Por eso me llama la atención todo el debate generado por las negociaciones entre la Unión Europea (UE) y Grecia en busca de ajustar la economía del país heleno a los a los criterios de los acreedores y no a los de los ciudadanos griegos.
Cierto es que cuando asumimos una deuda adquirimos también el compromiso de pagarla y que toda economía, ya sea doméstica, empresarial o institucional, debe tender al equilibrio entre ingresos y gastos. Por eso, a la hora de endeudarnos debemos ser prudentes y tener la seguridad de que aquello a lo que vamos a destinar el dinero es realmente necesario o productivo.
El problema surge cuando la inversión a la que se destina el préstamo es improductiva, caprichosa o deshonesta. ¿De quién es entonces la culpa? Cuando la deuda corresponde a un país democrático, parece lógico que sean los ciudadanos que han elegido a sus gobernantes quienes respondan de esa mala decisión.
Pero, ¿qué sucede si esos dirigentes han destinado el dinero solicitado a proyectos o iniciativas que no propician la prosperidad de su pueblo, que satisfacen intereses personales o empresariales ocultos en vez de los colectivos que representan o hacen caso omiso al programa que presentaron para ser elegidos?
Los políticos en los sistemas democráticos, para alcanzar el poder, suelen hacer atractivas promesas de incierto cumplimiento, o cuya realización supone un sacrificio colectivo no revelado y, casi siempre, innecesario. Por eso, delimitar la responsabilidad en determinadas situaciones resulta especialmente complicado.
En mi opinión, el referéndum convocado en Grecia tiene más carácter simbólico que real, como el propio dinero que se le reclama al país. Lo que Tsipras quiere poner sobre la mesa de negociación es un número de personas, una cifra de damnificados con las decisiones de los anteriores dirigentes helenos y que eso incline ligeramente la balanza a favor de esa gente, aunque esa balanza esté siempre descompensada por la inmensidad de unos números, que, si en lugar de ser de papel fueran de acero, aplastarían cualquier aspiración humana por alcanzar un futuro común mejor.
Esta frase probablemente sea falsa, pero ya no precisa de comprobación empírica, porque su abusivo uso la ha convertido en una verdad relativa, como la gran mayoría de las certezas actuales, especialmente las referidas al ámbito de las relaciones sociales.
Los problemas que generan los números es que tienen a ser considerados como sustantivos, cuando no dejan de ser simples adjetivos 'cuantificatativos'. Si se miran uno a uno, resultan hasta despreciables, pero cuando se agrupan y empiezan a sumarse y a multiplicarse unos con otros, llegan a parecer invencibles.
¿Qué puede hacer un pobre ser humano frente a miles de millones, billones o trillones de lo que sea? Realmente acojona una cifra tan grande, inmensa, inabarcable.
Pensemos, por ejemplo, en una cantidad, que acompañada de algo material o inmaterial, pueda llegar a provocar escándalo: dos mil ciento ochenta y cuatro billones (2.184.000.000.000.000) de dólares. Es muchísimo dinero. Pongamos que esa cantidad sea la riqueza mundial acumulada hasta 2015. Si la comparamos con los dieciocho billones del producto interior bruto (el valor de los bienes y servicios que van a producir u ofrecer este año) de cada una de las dos mayores economías mundiales, EE UU y China, se nos antoja como una cifra aún más impresionante. Y si la comparamos con el patrimonio del hombre más rico del mundo, Bill Gates, situado entre los 84 y los 79 mil millones (según se consulte la lista de Bloomberg o la de Forbes), intimida todavía más. Con mi patrimonio no lo puedo relacionar, porque es negativo: debo más de lo que tengo, como la gran mayoría de personas, y para pagar esa deuda tengo que trabajar duro durante los próximos años.
Pero si, como dicen las estadísticas, al menos el 80 por ciento de la población mundial está en la misma o peor situación que yo, ¿Dónde está todo ese dinero? ¿Quiénes lo atesoran? Y lo que es más importante ¿Para qué lo utilizan?
Porque un dólar es, a simple vista, poca cosa: un pedazo de papel con dibujos pintados con los colores verde y negro, a los que se añaden algunas marcas de seguridad para dificultar su falsificación. Pero luego resulta que uno de esos insignificantes trozos de papel puede dar de comer a una familia completa de cualquier continente que está pasando hambre. Por tanto, no posee un valor real, sino un valor simbólico.
Por eso me llama la atención todo el debate generado por las negociaciones entre la Unión Europea (UE) y Grecia en busca de ajustar la economía del país heleno a los a los criterios de los acreedores y no a los de los ciudadanos griegos.
Cierto es que cuando asumimos una deuda adquirimos también el compromiso de pagarla y que toda economía, ya sea doméstica, empresarial o institucional, debe tender al equilibrio entre ingresos y gastos. Por eso, a la hora de endeudarnos debemos ser prudentes y tener la seguridad de que aquello a lo que vamos a destinar el dinero es realmente necesario o productivo.
El problema surge cuando la inversión a la que se destina el préstamo es improductiva, caprichosa o deshonesta. ¿De quién es entonces la culpa? Cuando la deuda corresponde a un país democrático, parece lógico que sean los ciudadanos que han elegido a sus gobernantes quienes respondan de esa mala decisión.
Pero, ¿qué sucede si esos dirigentes han destinado el dinero solicitado a proyectos o iniciativas que no propician la prosperidad de su pueblo, que satisfacen intereses personales o empresariales ocultos en vez de los colectivos que representan o hacen caso omiso al programa que presentaron para ser elegidos?
Los políticos en los sistemas democráticos, para alcanzar el poder, suelen hacer atractivas promesas de incierto cumplimiento, o cuya realización supone un sacrificio colectivo no revelado y, casi siempre, innecesario. Por eso, delimitar la responsabilidad en determinadas situaciones resulta especialmente complicado.
En mi opinión, el referéndum convocado en Grecia tiene más carácter simbólico que real, como el propio dinero que se le reclama al país. Lo que Tsipras quiere poner sobre la mesa de negociación es un número de personas, una cifra de damnificados con las decisiones de los anteriores dirigentes helenos y que eso incline ligeramente la balanza a favor de esa gente, aunque esa balanza esté siempre descompensada por la inmensidad de unos números, que, si en lugar de ser de papel fueran de acero, aplastarían cualquier aspiración humana por alcanzar un futuro común mejor.
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