Taemon: Lágrimas (mirada de agua)
El llanto, como la risa, forma parte de la esencia humana y de nuestros sentimientos. Puede fingirse y no faltan ejemplos de actrices y actores que consiguen contagiarnos y convencernos con su interpretación, pero cuyo objetivo no deja de ser expresar y compartir emociones, en el mejor de los casos, o tratar de confundir, en el peor.
Para el común de los mortales, las lágrimas sinceras surgen de manera espontánea, en ocasiones de manera irracional, en forma de impulso incontrolable. Suelen brotar en momentos de gran tensión y vienen acompañadas de cambios en la respiración, estremecimientos, escalofríos y hasta temblores.
Incluso cuando son de felicidad o dentro de un proceso de continua carcajada, el cuerpo entra en una especie de 'modo lágrima', no muy diferente a cuando se enmarcan dentro de un episodio trágico, porque constituyen una liberación, un desahogo.
No conozco en la naturaleza otro ejemplo de manifestación de dolor como éste, aunque eso no significa que animales o plantas carezcan de sensibilidad, o no lamenten la pérdida de un ser querido o de una parte de su propia existencia.
En un documental vi que las acacias africanas comunican su sufrimiento mediante olores, cuando las jirafas comen sus hojas, y ese efluvio es percibido por otras, que proceden a trasladar una sustancia desagradable y algo tóxica hacia sus brotes más tiernos, para que sus depredadores de alargado cuello no los devoren.
En un ámbito más cercano, la resina que resbala por la corteza de los pinos se asemeja a lágrimas, pero el momento que más se me recuerda al lagrimeo es la poda de la viña, cuando se corta el sarmiento y por la herida del tallo comienzan a asomar gotas de una savia transparente, y que no deja de ser agua ligeramente ácida, que recorren la rugosa piel de su retorcido tronco o caen sobre la tierra.
Corren tiempos de poda social, donde dirigentes empresariales y gubernamentales dedican su tiempo a recortar puestos de trabajo, salarios, derechos sociales, pero, sobre todo, dignidades ajenas, con los consiguientes daños y angustias en personas y familias, provocando ríos de lágrimas, que acaban por convertirse en océanos de desesperación.
Y sobre esa marejada, sobrevuelan nuestros jóvenes mejor preparados hacia otros destinos, donde poder desarrollar sus capacidades y donde su esfuerzo, formación y aptitudes puedan ser valoradas por quienes los contratan.
Resulta desalentador escuchar declaraciones de titulados universitarios que malvivían en nuestro país, trabajando en puestos que nada tenían que ver con lo que han estudiado, y ahora residen en el extranjero, donde son cotizados profesionales en su especialidad, explicando cómo en sus actuales empresas se cumplen los horarios e, incluso, está mal visto alargar la jornada laboral, porque eso significa incapacidad para conciliar su ocupación con la vida personal.
Este país hace tiempo que apostó por tensar (o estresar) hasta el límite a su población, en aras de una productividad mal entendida, que comenzaba por perder capacidad retributiva o dedicar más horas para no mejorar en nada, en vez de dotarnos de una mayor cohesión social, basada en una redistribución de la riqueza más eficaz.
El resultado ha sido que los más egoístas y ambiciosos, al tiempo que defraudadores fiscales, han impuesto sus reglas y nos hemos visto obligados, en nuestra propia tierra, a ser los entregados y sonrientes sirvientes de nuestros visitantes o de una enquistada casta de incompetentes, apoltronados en los diferentes poderes hasta confundirse entre ellos, a los que debemos agradecer que nos repartan las migajas de su inmensa pero todavía insuficiente fortuna.
Dentro de este desolador panorama, al menos podemos seguir llorando desconsoladamente, porque después de soltar las lágrimas, nos quedamos más relajados, con una actitud más vital, como si la pena quedara relativizada y, aunque la situación no haya cambiado, nosotros sí, como si desprendernos del agua salada que mana de nuestros ojos produjera un efecto catártico, similar al que nos proporciona una sauna, un baño relajante o una buena ducha después de un gran esfuerzo.
Lo que resulta una incógnita es predecir qué haremos cuando se nos acaben las lágrimas, salvo que estemos condenados a seguir llorando por los siglos de los siglos, amén.
Para el común de los mortales, las lágrimas sinceras surgen de manera espontánea, en ocasiones de manera irracional, en forma de impulso incontrolable. Suelen brotar en momentos de gran tensión y vienen acompañadas de cambios en la respiración, estremecimientos, escalofríos y hasta temblores.
Incluso cuando son de felicidad o dentro de un proceso de continua carcajada, el cuerpo entra en una especie de 'modo lágrima', no muy diferente a cuando se enmarcan dentro de un episodio trágico, porque constituyen una liberación, un desahogo.
No conozco en la naturaleza otro ejemplo de manifestación de dolor como éste, aunque eso no significa que animales o plantas carezcan de sensibilidad, o no lamenten la pérdida de un ser querido o de una parte de su propia existencia.
En un documental vi que las acacias africanas comunican su sufrimiento mediante olores, cuando las jirafas comen sus hojas, y ese efluvio es percibido por otras, que proceden a trasladar una sustancia desagradable y algo tóxica hacia sus brotes más tiernos, para que sus depredadores de alargado cuello no los devoren.
En un ámbito más cercano, la resina que resbala por la corteza de los pinos se asemeja a lágrimas, pero el momento que más se me recuerda al lagrimeo es la poda de la viña, cuando se corta el sarmiento y por la herida del tallo comienzan a asomar gotas de una savia transparente, y que no deja de ser agua ligeramente ácida, que recorren la rugosa piel de su retorcido tronco o caen sobre la tierra.
Corren tiempos de poda social, donde dirigentes empresariales y gubernamentales dedican su tiempo a recortar puestos de trabajo, salarios, derechos sociales, pero, sobre todo, dignidades ajenas, con los consiguientes daños y angustias en personas y familias, provocando ríos de lágrimas, que acaban por convertirse en océanos de desesperación.
Y sobre esa marejada, sobrevuelan nuestros jóvenes mejor preparados hacia otros destinos, donde poder desarrollar sus capacidades y donde su esfuerzo, formación y aptitudes puedan ser valoradas por quienes los contratan.
Resulta desalentador escuchar declaraciones de titulados universitarios que malvivían en nuestro país, trabajando en puestos que nada tenían que ver con lo que han estudiado, y ahora residen en el extranjero, donde son cotizados profesionales en su especialidad, explicando cómo en sus actuales empresas se cumplen los horarios e, incluso, está mal visto alargar la jornada laboral, porque eso significa incapacidad para conciliar su ocupación con la vida personal.
Este país hace tiempo que apostó por tensar (o estresar) hasta el límite a su población, en aras de una productividad mal entendida, que comenzaba por perder capacidad retributiva o dedicar más horas para no mejorar en nada, en vez de dotarnos de una mayor cohesión social, basada en una redistribución de la riqueza más eficaz.
El resultado ha sido que los más egoístas y ambiciosos, al tiempo que defraudadores fiscales, han impuesto sus reglas y nos hemos visto obligados, en nuestra propia tierra, a ser los entregados y sonrientes sirvientes de nuestros visitantes o de una enquistada casta de incompetentes, apoltronados en los diferentes poderes hasta confundirse entre ellos, a los que debemos agradecer que nos repartan las migajas de su inmensa pero todavía insuficiente fortuna.
Dentro de este desolador panorama, al menos podemos seguir llorando desconsoladamente, porque después de soltar las lágrimas, nos quedamos más relajados, con una actitud más vital, como si la pena quedara relativizada y, aunque la situación no haya cambiado, nosotros sí, como si desprendernos del agua salada que mana de nuestros ojos produjera un efecto catártico, similar al que nos proporciona una sauna, un baño relajante o una buena ducha después de un gran esfuerzo.
Lo que resulta una incógnita es predecir qué haremos cuando se nos acaben las lágrimas, salvo que estemos condenados a seguir llorando por los siglos de los siglos, amén.
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