Mairoboa: Carnaval (fiesta de la carne)
Si en algo coincidimos una gran parte de los miles de millones de seres humanos que poblamos este planeta, es que, en determinados momentos, consideramos imprescindible cambiar nuestro aspecto cotidiano, con el grato propósito de divertirnos.
En la mayoría de las culturas, esto se produce como consecuencia de celebraciones sociales, cuando nos ponemos nuestras mejores galas para festejar un acontecimiento colectivo, tanto de grandes proporciones, como en las efemérides nacionales o religiosas, como en aquellas de ámbito más familiar, como bodas y nacimientos.
Adornarse con todo tipo de atuendos, telas y objetos vistosos, se interpreta, además, en la mayoría de las ocasiones, como una señal del rango de la persona que los exhibe o de su intención de alcanzar en un futuro no muy lejano esa ansiada posición.
Sin embargo, algunas culturas llevan un poco más allá esta idea y aprovechan las circunstancias para dar rienda suelta a la imaginación y que las personas se sientan con la libertad de aparentar lo quieran, sin la responsabilidad de tener que serlo.
Desde este punto de vista, el Carnaval contemporáneo que celebramos en Canarias es la fiesta más avanzada que existe, ya que cada uno puede interpretar el papel que desee durante el tiempo que estime necesario y comprobar el éxito de su propuesta a través de la interacción con otras personas, que también se han transformado con el mismo fin.
Habrá quien opine que todos los que nos disfrazamos en estas fiestas padecemos un trastorno de personalidad múltiple, pero no es así. Simplemente, tratamos de experimentar otra realidad, en complicidad con otros aventureros del disfraz.
Este comportamiento también podría explicarse como una disconformidad con lo que nos toca vivir, pero no creo que una forma de expresión así tenga ése como principal objetivo, sino que más bien sea un efecto colateral del malestar que generan las élites sobre cada vez más amplias capas de la población.
Parece que olvidamos que el objetivo principal no es la transgresión, sino la diversión, en todas las facetas posibles, con todas las indumentarias que existan o puedan ser inventadas y en todos los escenarios posibles. Porque, si no fuera así, la gente no disfrutaría disfrazada de animales, plantas, máquinas o cualquier tipo de objeto. Y disfrutan, tanto o más que quienes encarnan bellezas siderales, célebres personajes o poderosos seres mitológicos.
El vestuario puede ser un pretexto o una motivación, y ambas opciones son igualmente válidas. Porque, en esa mezcla y diversidad de sensibilidades, reside el sano equilibrio colectivo de una sociedad que, al menos unos días al año, se da una oportunidad de convivir de manera diferente a la del resto del tiempo.
Y, además, pese a las grandes aglomeraciones y a todos los sucesos que se relatan, no aprecio que, estadísticamente, el número de incidentes y accidentes que se producen difiera mucho de los que ocurren en otras celebraciones masivas sacralizadas e institucionalizadas, sólo que se trasladan a otros ámbitos, como las carreteras, lo que también puede interpretarse como una necesidad urgente de huir de las mismas.
Aunque no soy un carnavalero apasionado, mi sitio no se encuentra entre los detractores de esta fiesta y prefiero alinearme con quienes la viven con tanta intensidad, que esa energía les mantiene felices hasta que comienzan a preparar la siguiente cita y, encima, son capaces de contagiarnos su ilusión, hacernos disfrutar con el brillo y colorido de sus iniciativas, emocionarnos con cada una de sus creaciones o, simplemente, hacernos reír con su sentido del humor
¡Bravo por ellas y ellos! Porque su esfuerzo y su talento forman parte de unas señas de identidad que merecen ser compartidas por toda la humanidad, aunque no tengan ese privilegio, porque quienes deciden este tipo de reconocimientos prefieren lo monumental a lo efímero y, el Carnaval, por su propia esencia, necesita ser, en todo, excepcional.
En la mayoría de las culturas, esto se produce como consecuencia de celebraciones sociales, cuando nos ponemos nuestras mejores galas para festejar un acontecimiento colectivo, tanto de grandes proporciones, como en las efemérides nacionales o religiosas, como en aquellas de ámbito más familiar, como bodas y nacimientos.
Adornarse con todo tipo de atuendos, telas y objetos vistosos, se interpreta, además, en la mayoría de las ocasiones, como una señal del rango de la persona que los exhibe o de su intención de alcanzar en un futuro no muy lejano esa ansiada posición.
Sin embargo, algunas culturas llevan un poco más allá esta idea y aprovechan las circunstancias para dar rienda suelta a la imaginación y que las personas se sientan con la libertad de aparentar lo quieran, sin la responsabilidad de tener que serlo.
Desde este punto de vista, el Carnaval contemporáneo que celebramos en Canarias es la fiesta más avanzada que existe, ya que cada uno puede interpretar el papel que desee durante el tiempo que estime necesario y comprobar el éxito de su propuesta a través de la interacción con otras personas, que también se han transformado con el mismo fin.
Habrá quien opine que todos los que nos disfrazamos en estas fiestas padecemos un trastorno de personalidad múltiple, pero no es así. Simplemente, tratamos de experimentar otra realidad, en complicidad con otros aventureros del disfraz.
Este comportamiento también podría explicarse como una disconformidad con lo que nos toca vivir, pero no creo que una forma de expresión así tenga ése como principal objetivo, sino que más bien sea un efecto colateral del malestar que generan las élites sobre cada vez más amplias capas de la población.
Parece que olvidamos que el objetivo principal no es la transgresión, sino la diversión, en todas las facetas posibles, con todas las indumentarias que existan o puedan ser inventadas y en todos los escenarios posibles. Porque, si no fuera así, la gente no disfrutaría disfrazada de animales, plantas, máquinas o cualquier tipo de objeto. Y disfrutan, tanto o más que quienes encarnan bellezas siderales, célebres personajes o poderosos seres mitológicos.
El vestuario puede ser un pretexto o una motivación, y ambas opciones son igualmente válidas. Porque, en esa mezcla y diversidad de sensibilidades, reside el sano equilibrio colectivo de una sociedad que, al menos unos días al año, se da una oportunidad de convivir de manera diferente a la del resto del tiempo.
Y, además, pese a las grandes aglomeraciones y a todos los sucesos que se relatan, no aprecio que, estadísticamente, el número de incidentes y accidentes que se producen difiera mucho de los que ocurren en otras celebraciones masivas sacralizadas e institucionalizadas, sólo que se trasladan a otros ámbitos, como las carreteras, lo que también puede interpretarse como una necesidad urgente de huir de las mismas.
Aunque no soy un carnavalero apasionado, mi sitio no se encuentra entre los detractores de esta fiesta y prefiero alinearme con quienes la viven con tanta intensidad, que esa energía les mantiene felices hasta que comienzan a preparar la siguiente cita y, encima, son capaces de contagiarnos su ilusión, hacernos disfrutar con el brillo y colorido de sus iniciativas, emocionarnos con cada una de sus creaciones o, simplemente, hacernos reír con su sentido del humor
¡Bravo por ellas y ellos! Porque su esfuerzo y su talento forman parte de unas señas de identidad que merecen ser compartidas por toda la humanidad, aunque no tengan ese privilegio, porque quienes deciden este tipo de reconocimientos prefieren lo monumental a lo efímero y, el Carnaval, por su propia esencia, necesita ser, en todo, excepcional.
Comentarios
Publicar un comentario