Ruilma: Ruina

Las medidas adop(a)tadas por el Banco Central Europeo (BCE) y comunicadas por su presidente, Mario Draghi el pasado 5 de junio de 2014 (recuerden bien esta fecha) pueden resumirse en el popular dicho hispano "pan para hoy y hambre para mañana", aunque esa fatídica fecha no estaría tan próxima, sino que habría que situarla a comienzos de la siguiente década, si no se aceleran los acontecimientos, un escenario que también parece probable.

La bajada de los tipos oficiales de interés al 0,15 por ciento, un nivel proporcionalmente muy inferior a la inflación prevista del 2 por ciento, junto a una inyección de liquidez a la banca de 400.000 millones de euros (agüita con eso), condicionada a que se presten a empresas y familias, suponen el comienzo de un nuevo ciclo de expansión económica ficticia, que acabará en una nueva crisis, puede que más intensa que la actual, cumpliendo así el designio bíblico de que a siete años de vacas gordas, seguirán siete años de vacas flacas. Es lo que tiene residir en un territorio donde el grupo político más influyente (por el momento y bajo diferentes denominaciones) es la Democracia Cristiana. Y estoy convencido de que ni Dios ni Jesús tienen nada que ver con esto.

A estas iniciativas, se suma otra que cabe calificarla como 'la guinda del pastel' y que consiste en que los bancos privados van a tener que pagar, a partir de ahora, 10 puntos básicos de interés al BCE por las cantidades que depositen, contablemente, en dicha institución.

¿Y cómo van a afectar estas aparentemente lejanas decisiones a la población? Pues, de entrada, de ninguna manera, pero, a finales de año y comienzos del próximo, todo habrá cambiado de forma tan radical como ilusoria. Mucha gente actualmente en paro habrá conseguido trabajo en fastuosos proyectos inútiles o como comercial y nos estaremos vendiendo los unos a los otros productos y servicios que no necesitamos para disfrutar de la vida y, mucho menos, para simplemente sobrevivir con algo de felicidad.

Dentro de este contexto, ahorrar no tiene sentido, porque la inflación lentamente va a ir comiendo el capital atesorado y, al final de este período de bonanza su valor será entre un 10 y un 15 por ciento inferior. Al modesto ahorrador se le presenta una disyuntiva: O se gasta el dinero guardado o lo invierte en productos que conllevan riesgo de pérdidas. Decida lo que decida, la mayor parte de las probabilidades apuntan a que disminuirá el valor del dinero que le quede, por lo que, cuando comience la próxima crisis, será más pobre, salvo que resulte agraciado en la lotería de las inversiones.

Por otro lado, se encuentran los que ya lo han perdido todo en la actual crisis, pero han conseguido sobrevivir gracias a la tan denostada como imprescindible economía sumergida. Volverán a encontrar trabajo, lo que les permitirá acceder a créditos (cuando paguen los que tenían pendientes de amortizar), afrontarán con ilusión los años venideros y creerán que lo peor ha pasado y que no tropezarán de nuevo en la misma piedra.

El BCE actúa igual que un 'marcotraficante' (con eme, en recuerdo de la antigua moneda alemana), que distribuye su mercancía a los camellos (las entidades financieras) para que lo den a probar a sus potenciales clientes, con el propósito de que acepten consumirla por adelantado y aplacen el pago hasta que las cosas vayan mejor (una profecía que se autocumple en parte). Pero, cuando se acaben las dosis que ahora están almacenadas y la mayoría seamos de nuevo adictos a la buena vida, nos vendrán a reclamar los atrasos y demoras que figuran en la letra pequeña de los contratos que firmamos y no leímos en su momento. Y, aunque los hubiéramos leído, tampoco nos serviría de nada, por lo irresistible de la oferta.

Que el BCE haya adoptado esta batería de medidas después de las elecciones al Parlamento Europeo no constituye una casualidad. El castigo a los partidos mayoritarios sufrido en las urnas les ha obligado a replantearse su estrategia de apretar el cinturón de las clases medias y bajas.

Pero detrás de la zanahoria que nos van a poner delante habrá un duro palo, movido por manos codiciosas que lo quieren todo, absolutamente todo, y no van a parar hasta conseguirlo. Por eso, el auténtico dilema que se nos plantea es: ¿Habremos aprendido la lección o seguimos condenados a repetir la historia? Porque si volvemos a caer en la trampa, una y otra vez, será que la Biblia tiene razón y que el ser humano tiene en su ADN el gen de la adicción, capaz de alterar completamente la percepción de la realidad. Y eso implica que nos merecemos que nos gobierne quien nos gobierna, una mezcla de incompetentes y avariciosos, salvo honrosas excepciones, cuyo único principio moral y filosófico es "sálvese quien pueda detrás de mí".

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