Caballo loco (relato)

Por Tomás Felipe

“Aquí se cuentan cuentos”. – dijo Javier, el pastor viejo.

De camino a Valverde me había parado a tomar algo caliente en el Hogar de la Igualdad. Era una tarde oscura de invierno. Afuera la lluvia golpeaba la carretera con estrépito. “Cuando cae un pie de agua como éste y sopla además del noroeste, acaban siempre por cortar la luz” - continuó hablando Javier tras apurar su vaso - A ver si no, con esa Central del tiempo de la guerra. Y algo hay que hacer para entretener la concurrencia, así que contamos cuentos.”

Como con prisas, Domingo, el del bar, repartía los quinqués de petróleo por las mesas previendo el más que previsible apagón. Acodado sobre la barra, Marcos, el pastor joven, tomaba ahora la palabra. “Pero oye, no ha de ser un cuento cualquiera. Más bien deben ser historias, historias en las que interviene el narrador, como personaje o como testigo, igual da. Son acontecimientos que, una vez relatados, concluyen con una enseñanza, con un corolario como dice aquí el amigo Domingo” “Eso es. – intervino Domingo, apostado ahora detrás de la barra – Una enseñanza que puede ser interpretada por cada oyente. No valen las anécdotas que alguien oyó y alguien te contó, porque eso no sería más que pura cháchara, y pa´belar ya están las cabras…” Javier se había servido otro vino de la jarra y tras soplárselo de un trago, habló de nuevo. “Todos participamos y cada día le atañe a uno contar el cuento. Hoy le toca a Nicanor… - y señaló al fondo del local – A ver, Canor ¿qué nos tienes para alegrar la tarde?…”

El aludido, un pastor de mediana edad, alto y enjuto, se hallaba sentado junto a una mesa liando sin prisa un cigarro de picadura. Aún llevaba puesto su sombrero de cuero, empapado por el agua. “No se lo quita nunca. Dice que mantiene calientes las ideas…” – dijo, riendo, Javier.

El aludido no se dio por aludido limitándose a encender su cigarro. Se tomó su tiempo, observando cómo las volutas de humo reptaban hacia el techo. Al fin, cuando le pareció bien, se volvió hacia nosotros. Apenas se le veían los ojos bajo las alas del sombrero.

“¿Qué cuenta el cuento?... —habló— El cuento nos cuenta que hará ya unos años trajeron a la isla un caballo. Apenas un potro cuando llegó, un alazán color negro, negro brillante como el ala de un cuervo, o como el alma de Judas, según se prefiera… Bueno, el potro había sido comprado por un cirujano de Madrid destinado en la isla, el típico hombre de ciudad que nunca ha vivido en el campo y que, como suele ocurrir, vio la oportunidad de hacer real una ilusión de la infancia. Un caballo para cabalgar por montes y praderas, como el Llanero Solitario.
Él mismo me lo confesó, llegué a conocerle bien. Se llamaba Matías y había comprado una finca y hecho construir un establo. Esa finca lindaba con unos bancales propiedad de mi familia dónde por ese entonces andaba yo criando corderos, así que me pasaba por las tardes a dar una vuelta a mis animales y allí le veía, dirigiendo las obras del vallado, emocionado como un niño que espera el regalo de su vida. Hicimos buenas migas Matías y yo, siempre me ha gustado la gente que no necesita de mucho para ser feliz. Hablábamos y hablábamos y como yo había domado algún que otro caballo, intentaba aconsejarle en cómo manejarse con esos animales, no tan mansos como mucha gente cree. Yo sólo le daba indicaciones, claro, porque el potro aún no había llegado. El hombre asentía y me miraba con esos ojos que parecían estar en otra parte, subiendo por una ladera a lomos de su caballo, con sombrero vaquero y todo… Bueno, al fin trajeron al potro, de nombre Kazán, comprado a un criador de Córdoba. Era de raza española, no muy grande, más bien fino, musculoso, pelaje corto, brillante hasta en la sombra. Tendría como cuatro o cinco meses por lo que estaba entero, que aún no lo habían capado quiero decir. Y la mirada de esos ojos, inteligente y sumisa a partes iguales. Parecía pedirte que le quisieras, que le enseñaras, que le cuidaras… En fin, esa mirada que lucen los niños a cierta edad ¿no es cierto? Sólo que éste no era un niño, era un animal y enseguida me di cuenta de que no era un animal cualquiera, que poseía una inteligencia fuera de lo común y no iba a resultar difícil de domesticar y hacerle entender las guisas de la monta. Así que me ofrecí a ayudar con ello, pero Matías replicó que no gracias, que quería hacerlo él mismo, que había leído y había visto en video todo lo referente a la doma de caballos, y que estaba ansioso por empezar… Yo sabía por experiencia que eso no es algo que se aprenda en los vídeos, pero parecía tan entusiasmado que no insistí con el tema. Ya aprendería. Siempre se aprende aquello que nos gusta… Y pasaban los días y yo me acercaba por las tardes cuando volvía de mis ovejas. Allí estaba Matías, dando picadero a Kazán, llevándole con suavidad de la brida, intentando acompasarse a su trote. Me encaramaba a la valla y le daba alguna que otra indicación que aceptaba de buen grado.

Y él seguía dando vueltas y más vueltas con el potro, todo arrebatado, como un niño con zapatos nuevos… Pasaron semanas, luego pasaron meses y un día dejé de verle y al día siguiente también. Kazán permanecía atado al establo y me miraba como preguntando “¿hoy no jugamos?”. No di más importancia al asunto, el pesebre estaba lleno y el bebedero también, “andará liado con algo”, pensé. Pero un día, recuerdo que era lunes, le vi a Matías, dando picadero a Kazán. Lo hacía con desgana, me pareció, parando de cuando en cuando a fumar (cosa que nunca debe hacerse porque el animal se enfría). Me acerqué a saludarle, le pregunté si había estado enfermo o algo, que llevaba tiempo sin verle. Respondió que había estado muy ocupado. “¿Sabes?” me dijo, “es un fastidio eso de tener que esperar dos años para montar un potro. Ya sé que hay que ser paciente, pero ya son cinco meses y la espera se me hace eterna”. Así que era eso, pensé… Y le repetí que criar un caballo requería mucha paciencia y sobre todo mucho cariño. “Debes hacerle a tu mano y para eso hay que sacarle a pasear, hay que trotar en su compañía, hacer que se acostumbre a tu presencia y que sienta que eres su amo. Es un ser vivo, recuerda, no una moto.”. Hizo un mohín de fastidio. “¿Sabes”? volvió a decirme “tengo más de sesenta años y no estoy para muchos trotes”. Y añadió picándome un ojo. “Además acabo de echarme una novia. Una puretita como yo, unos cuantos años más joven eso sí, y está claro, chico, no hay energías para todo…” Me di cuenta de lo que había en realidad. Estaba justificando su actitud, en definitiva, se estaba cansando del juguete. Hay gente así ¿no? Todo al momento, todo al instante…“Como tú lo veas. —repliqué— Pero si me aceptas el consejo, no dejes pasar los días sin venir a estar con él, aunque sea un rato. Si no acabarás por partirle el corazón”. Se echó a reír como quitando importancia al asunto, pero yo sabía tanto lo que pasaba como lo que iba a acabar pasando y la verdad es que sentí pena. Pena por el pobre animal y también por Matías. ¿Qué nos hace ser así? Tan inconscientes, tan irresponsables. ¿Será la familia, la educación, las amistades?... Las preguntas de siempre que nadie sabe o nadie quiere responder. En fin, no era asunto mío, yo ya tenía mis propias cuitas, así que lo dejé correr. Había días que pasaba por el potrero y charlaba un rato con él, y días que no. Y fui tomando distancia del asunto… Hasta que una tarde bajaba yo por el camino cuando comencé a escuchar una sarta de gritos, algo así como ¡ahjaaa, ahjaaa! acompañados por una especie de silbido. Provenían del potrero así que me acerqué a ver y allí estaba Matías, dando picadero al potro, obligando el galope a base de gritos y haciendo restallar la fusta en el aire. Ya le había aconsejado que no debía hacerlo nunca, que no hay nada que asuste más a un caballo que el silbido de una fusta… Así se lo hice notar, pero el hombre parecía estar de mal humor, problemas en el trabajo, o con la parienta, lo de siempre. Replicó que ya era hora de que el potro creciera y aprendiera “como todo el mundo” y que no iba a mantener a un animal para que “comiera, cagara y nada más”. En fin, el típico desplante de quien ha tenido un mal día. No le hice caso y me acerqué a Kazán que resoplaba sin parar. Parecía inquieto, empapado en sudor y tuve que pasarme un rato acariciándole el belfo hasta calmarle. Pero hubo algo que me dio mala espina. Observé sus ojos. Esa mirada ya no era curiosa, y mucho menos inocente. Era una mirada en la que brillaba una luz que reconocí enseguida. La luz del miedo, del puro terror… Ni que decir tiene que no me gustó nada. Pero ¿qué podía hacer? El potro era suyo. Era el destino de Kazán, la lotería que le había tocado… Así que seguí con mi política de desapego. Evitaba el potrero y daba un rodeo cuando, terciado los días, iba a echar una ojeada a mis corderos. De cuando en cuando oía los ¡ahjaaa! ¡ahjaaa! y el silbido de la fusta y pensaba para mí “un día éste se lleva el premio”…

No tardé mucho en acertar. Una tarde escuché un grito que no se parecía ni por asomo a los habituales. Bajé corriendo por el camino y cuando llegué al potrero me encontré con una nube de polvo y dentro de ella a Kazán arrastrando a su dueño por el cercado. Galopaba sin control sobre un suelo lleno de cascajos que con los cascos había levantado a lo largo de esos meses. Con mucho esfuerzo y a punto de arrastrarme a mí también, logré pararle sujetando el bocado. Cabeceaba mostrando los dientes y tenía los ojos brillantes y rojos, abiertos de par en par. Estaba muy excitado, no cabía duda… Cuando el polvo se hubo posado, se me heló la sangre en las venas. Ahí estaba Matías, semiinconsciente en el suelo, la camisa y los pantalones hechos jirones. Tenía los brazos amarrados al torso con la cuerda de guía, y enseguida comprendí lo que había pasado… Alguna vez habrás visto dar picadero ¿no? El guía hace dar vueltas al caballo sujetándole con una cuerda larga y se acompasa al trote del animal girando sobre los talones. Caballo y guía han de ir a la par, porque si no… Y fue lo que sucedió. Kazán aceleró de repente y se pasó una vuelta enrollando con la cuerda los brazos de su dueño. Luego lo remolcó por todo el terreno, sabe Dios por cuanto tiempo… Me llevé un susto de muerte, puedes creerme. Tenía la cara encostrada en sangre y en tierra, casi no se le veían los ojos y no daba señales de vida… Por suerte la cosa resulto menos grave de lo que a simple vista parecía. Apenas algunas contusiones, raspaduras en pecho y cabeza además de un esguince en la rodilla. Escapó en tablas, como se suele decir, y al día siguiente ya estaba en casa vendado como una momia y con una pierna enyesada… Y echando pestes por los cuatro costados. Hablaba de pegarle un tiro al animal, cosas del cabreo, claro. Pero ni que decir tiene que la buena relación entre ambos (si es que alguna vez la hubo) no existía ya. Kazán era un caballo sin amo… Aunque ya lo sabía, pregunté qué había pasado. “Estaba entrenándole como siempre y de repente comenzó a galopar como un loco. Me tiró al suelo y por más que le grité que parase, me arrastró una y otra vez. Ese cabrón… Lo mando de vuelta a Córdoba… o me hago con una escopeta y así me sale más barato”. Tranquilicé a Matías prometiéndole que encontraría cuanto antes comprador para Kazán. Le dejé en casa, tumbado entre cojines y atendido por su novia y me acerqué al establo. Allí estaba, amarrado junto al pesebre tal y como lo había dejado. Le cambié el agua y me entretuve cepillándole un poco. Permanecía inquieto, pero no con esa inquietud propia del nerviosismo. Sus ojos brillaban con un entusiasmo extraño. Era ¿cómo decirlo?... Como ese destello que muestran los ojos de quien ha ultimado un asunto pendiente ¿sabes? De quien se ha cobrado cumplida venganza… Bueno, a los pocos días, un tal Luján, un empresario que andaba metido en eso de las rutas ecuestres para turistas, se ofreció para comprar a Kazán. Arreglaron precio y fecha y llegado el día ayudé a Luján a llevar al potro a sus establos. Kazán había crecido bastante, era casi un caballo adulto, pude comprobar mientras le llevaba de la brida por el arcén de la carretera. Sus ojos,siempre brillantes como el charol, no eran ya los mismos. Eran unos ojos apagados y duros, impropios de un animal de su especie. Pero no le di más importancia, a partir de ahora estaría bien atendido y en compañía de once alazanes más. Así que llegamos a Valverde, Luján iba contentísimo porque había sacado un caballo de raza por una ganga. Y ahí acabó la cosa, al menos de momento. No supe más de Kazán durante meses, puede que un año. Hasta que me llegaron noticias… Cierta mañana me topé con Luján y me lo contó. Habían estado herrando a Kazán el día anterior. El mozo que lo atendía se despistó un instante, momento que aprovechó el animal para escapar del establo. Salió a la carretera con la mala fortuna de acabar encontrándose con una furgoneta Renault que pasaba en ese momento. A consecuencia del topetazo, el caballo entró de culo por la cabina, escachando a sus ocupantes, una pareja que casi no la cuenta. A la mujer hubo que evacuarla en helicóptero y se pasó dos semanas en coma. Esa fue la versión oficial, la que se da al seguro, claro. Porque a mí me contaron otra. Un tal Isidro, vecino de la herrería, fue testigo del “accidente”. Con cara de asombro, me comentaba días después: “¿Sabes? todo el mundo da por hecho que la furgoneta embistió al caballo. Pero pasó delante de mí y pa´mi ver que fue al revés. El caballo se fue derecho para el coche, brincó por encima del capó y se empotró en la cabina”… No supe qué pensar. Isidro era ya un vejete y ya se sabe que a esas edades fantasía y realidad son la misma cosa. Eso fue lo que me dije, por decirme algo…Total que Kazán escapó del encontronazo con una pata rota, por lo que ya no le servía para nada a Luján quien andaba adiestrándole para hacer rutas. Era un hombre de negocios y ya se sabe cómo la gastan los mercachifles cuando algo les sobra y no les renta. Y a punto estaba Kazán de llevarse el correspondiente tiro cuando alguien intercedió por él. Fue un tal Ramiro, un retornado de Venezuela, propietario de unas cuantas fincas en Frontera. Bueno, éste Ramiro se enteró del incidente con la furgoneta y fue a hablar con Luján. Quería regalar un caballo a su hijo y pidió a Luján que le cediera a Kazán por un precio simbólico. Este, ante la perspectiva de tener que matar y enterrar al animal con los gastos que ello conlleva, o ganarse unas perras por pocas que fueran, eligió lo último, claro. Así que Kazán volvió a cambiar de dueño y se lo llevaron a una enorme cuadra para él solo, dónde le atendieron y curaron la pata hasta que estuvo recuperado…

Y no volví a saber nada de él hasta pasado un tiempo, ya por fechas de la Apañada. Fue en un domingo caluroso de junio, como en todas las apañadas, y yo caminaba con mis perros hasta el pueblo de San Andrés, como en todas las apañadas. Cuando llegué a la explanada donde se exponían los animales me topé con un gran revuelo. Un corrillo se apiñaba a un extremo de la plaza y me acerqué a ver qué pasaba. Había una persona tumbada en el suelo, atendida por los sanitarios de urgencias. Reconocí enseguida al hijo pequeño de Ramiro. Estaba inconsciente, pálido como el papel, un hilo de sangre manando de la boca. “¿Qué pasó?” pregunté. “Fue ese demonio de caballo” respondió uno señalando hacia los establos. “El chico se agachó para mirarle algo en la pata y ese mal bicho aprovecha para patearle la cara. Tan mansito que parecía, hay que joderse…” Miré hacia la barra donde amarraban a los caballos y allí estaba Kazán, observando la escena, tan ufano, como si con él no fuera la cosa… Tuvieron que meter al chico en un helicóptero y trasladarlo a Tenerife dónde le operaron de una fractura de mandíbula y otra de cráneo. Imagínate cómo se puso Ramiro cuándo se enteró de que habían evacuado a su hijo, medio muerto y con la cara desarmada. Agarró a Kazán del bocado, lo arrastró hasta un cercado a las afueras del pueblo, y ahí mismo le aflojó el tiro que tanto se había hecho rogar…”

Nicanor aplastó la colilla contra el cenicero y me señaló con un dedo enorme.” A ver ¿cuál sería, según tú, el corolario de este cuento?”

Nada respondí porque nada acudía a mi cabeza.

“Pero si es muy fácil, totizo. —siguió diciendo— ¿Qué tal algo así como te conviertes en lo que ves?...”

Todos tenían puesta la vista en mí y yo seguía sin decir ni media.

“A ver si me explico… o a ver si me entiendes. El pobre Kazán se había pasado la vida rodeado de personas ¿no? Toda una vida observando nuestras maneras, pensando nuestros pensamientos, imitando nuestra inteligencia. ¿Y cuál es, según tú, la principal condición de la inteligencia humana?... ¿Qué?... ¿No lo sabes?... Yo te lo diré: la mala leche.”

Todos nos miramos durante un instante para a continuación echarnos a reír… Las carcajadas resonaron por el local acallando el rumor de la lluvia.

De repente, como estaba cantado, se fue la luz.

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