Benil: Cero, nada, conjunto vacío

Uno de los conceptos más metafóricos, abstractos, ambiguos y polivalentes que manejamos a diario es el que se corresponde con el número cero. El concepto matemático en sí, se las trae, ya que simboliza un conjunto vacío, la ausencia de unidades, pero que actúa como un agujero negro que lo absorbe todo cuando aparece junto al signo de la multiplicación.

Desde el punto de vista de la física, la ausencia de algo o el vacío, en términos absolutos, no es algo que ocurra dentro de nuestro universo, aunque no sabemos si sucede lo mismo fuera. En el cosmos, siempre encontramos algo. Donde quiera que vayamos, podemos tropezarnos con la materia y la energía que conforman nuestros cuerpos y nuestro planeta, las galaxias y las constelaciones, aunque no es lo frecuente, sino más bien la excepción (un minúsculo 5%). Pero lo más probable es que encontremos energía oscura a raudales y bastante materia oscura, sin que, de momento, sepamos muy bien en qué consisten.

En nuestra cultura, el único cero absoluto que conozco es el referido a la temperatura, medida en grados Kelvin, porque los cero grados Celsius, que son los que utilizamos habitualmente, toman como valor cero el punto de congelación del agua. Y tampoco conozco ningún lugar de la Tierra donde se puedan alcanzar los -273,15 grados que representan el principio de la escala Kelvin.

Aunque más absoluto que el cero Kelvin, que nos deja un poco fríos, es el que sufre un alumno como calificación de su profesor en un examen. Este cero es un cero emocional, de los que infunden temor y marcan tanto a quien lo pone como a quien lo recibe. Incluso pasa a formar parte de la vida de ambos cuando se produce.

En general, la mayor parte de los ceros son neutros o más benévolos que el cero emocional, que se reproduce en diferentes ámbitos de la vida, como el profesional o el sentimental, pero siempre con un denominador común: se otorgan dentro de una relación de poder y resultan más subjetivos cuanto más tratan de ser revestidos de objetividad.

Muchas veces hablamos de empezar desde cero, como si esto fuera posible, especialmente cuando comienza un nuevo año. Nos revestimos de buenos propósitos para los días, semanas y meses que se avecinan, olvidando el lastre del pasado, en forma de decisiones, experiencias, reflexiones, el poder del tiempo, las mentiras pronunciadas y las que nos creemos, sin menospreciar la herencia genética recibida. Un compendio que condiciona la mayor parte de nuestras capacidades desde el punto de vista individual, porque somos seres esencialmente sociales y nuestro entorno más cercano y lejano se encarga de encauzar, la mayor parte de las veces en beneficio ajeno, nuestras abrumadoras limitaciones.

Pero lo hermoso es intentarlo, querer ser diferente, querer que todo sea distinto, mejor para uno y para todos: querer cambiar. Y, para ello, nada mejor que eliminar algunos ceros de nuestras vidas, como las cero oportunidades a las que se enfrentan muchos jóvenes y no tan jóvenes, o el cero a la izquierda en que se ha convertido el autodenominado y presunto poder político.

Sin embargo, por paradógico que parezca, nuestro futuro colectivo depende de que consigamos alcanzar en un tiempo no muy lejano algunos ceros utópicos, como el referido a las emisiones de CO2, o el que resulta de restar los ingresos de los gastos necesarios para sostener un auténtico Estado del Bienestar y no el parcheado y devaluado que sufrimos actualmente en nuestro país.

Será, a partir de estos ceros, cuando podríamos comenzar a hacernos ilusiones sobre la posibilidad de construir un mundo mejor por aquí, porque en otras partes del planeta todavía hay millones de personas que viven bajo cero en derechos humanos.

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